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Con el paso de los años, se puede acceder a la trilogía de El Señor de los Anillos con el temor a encontrarse con una producción superada o ajada de manera inmisericorde por el tiempo. No únicamente en lo que respecta a los tan cacareados efectos especiales, sino a la propuesta en sí misma, habida cuenta del impacto popular que produjo hace siete años y que, incluso, forzó a la Academia de Hollywood a rendirse ante la taquilla y concederle a esta última entrega una lluvia de Oscar que, más que la calidad, venían a confirmar el punto de inflexión industrial que esta espectacular pieza de Peter Jackson había marcado. Sin embargo, el temor es infundado. El Señor de los Anillos resiste poderosamente el impacto de las nuevas tecnologías. Y esto es debido a que no basa en ellas toda su personalidad, sino que sabe jugar la baza de otros muchos factores para que el film acabe siendo rocoso e intenso.

Aún así, cabe recordar que, cuando a comienzos de la década pasada se estrenó la primera parte de El Señor de los Anillos, las reacciones encontradas entre quienes quedaron fascinados por la propuesta de Jackson y quienes, por el contrario, se sintieron defraudados (e, incluso, irritados) no se hicieron esperar. Los

admiradores de la novela original de Tolkien, de hecho, no perdonaron varias de las licencias tomadas por Peter Jackson, confirmando un aspecto trascendental a la hora de valorar la película: que ésta es una versión sólo aparentemente fiel de la obra de Tolkien, ya que, si bien mantiene un pasmoso acatamiento a todos los elementos iconográficos descritos (con todo lujo de detalles) en los libros, Jackson se aleja voluntariamente de la incondicional inmersión de Tolkien en los avatares de sus personajes. El alma, en definitiva, reside a años luz del ímpetu literario, transfigurándose en un gélido y radical ejercicio cinematográfico.

Y es esta, sin duda, una de las grandes virtudes de esta película. El Señor de los Anillos. El Retorno del Rey (y, por extensión, los dos films precedentes) no es una adaptación de un modelo literario, si no una interpretación del mismo. Hay que reconocer, en efecto, la incuestionable vigencia de la obra de Tolkien y la legión de adeptos que se van sumando, gradualmente, a sus páginas. Empero, no hay que olvidar que se trata de una pieza publicada hace casi sesenta años y que el público, en la actualidad, poco o nada tiene que ver con el de entonces. Por consiguiente, resulta imposible enfrentarse a una versión cinematográfica de la obra sin tener en cuenta el cambio generacional, o sea, aportar frialdad expositiva en pro del espectáculo, aunque, eso sí, capturando (en un cien por cien) todo el sibilino ambiente latente en la novela.

Pese a ello, hay que reconocer que la mirada de Jackson se encuentra más cercana a la figura de Homero que a la de Tolkien. En efecto, en ésta tercera parte el concepto de la épica se muestra en su más clara y genuina expresión,

erigiéndose en heredera directa del díptico homérico. Al igual que en la Ilíada, los héroes poseen infinidad de matices en sus personalidades (hay un abismo entre el Frodo literario y el cinematográfico); las batallas se muestran como ejercicios catárticos, que lejos de resultar ejemplificaciones maniqueas del “bien” contra el “mal”, se conciben como enfrentamientos titánicos entre dos dioses encolerizados (Gandalf y Saruman); la omnipresencia de la muerte está potenciada hasta extremos inimaginables (el constante temor de Sam y Frodo, la tragedia de Denethor,…) y las relaciones entre todos los personajes son directamente dependientes de un futuro preconcebido (el fatum), de un universo aciago y brutal. Al igual que en la Odisea, El Retorno del Rey se centra en el cúmulo de eventualidades que los héroes (Ulises se ha escindido en Aragorn y Frodo) han de superar; en el ansia de un retorno al hogar (los diálogos entre Sam y Frodo) y en la derrota final del mal, el triunfo de la justicia y la reunión de la familia (los hobbits, evidentemente) que, tristemente separada, vuelve a su lugar de origen.

Por tanto la clave para valorar la gigantesca obra de Jackson se encuentra, sencillamente, en un visionado desprejuiciado, teniendo en cuenta que ante nuestros ojos desfila la interpretación personal de un cineasta que, en esta difícil traslación cinematográfica, ha mostrado suficiente temperamento como para hacer

(hablando claro) lo que le dé la gana con los libros de Tolkien, ya que su punto de vista, sus intenciones son lo suficientemente diáfanas como para que nadie se sienta defraudado. Jackson, de hecho, revela en el film una firmeza narrativa completamente inusual en el resto de su cine: el sentido del ritmo (cadencia en los momentos íntimos, compulsión en las secuencias de acción), la perfecta utilización de las acciones paralelas, la contundencia de los momentos climáticos,… todo ello demuestra que este neozelandés logró el punto más alto de su filmografía con esta trilogía, ya que ninguna de sus obras anteriores, ni mucho menos las posteriores han alcanzado, siquiera atisbado, el nivel aquí exhibido.

En definitiva, El Señor de los Anillos (y aquí se podrían englobar la primera, segunda y tercera parte) es, por su contundencia, su estética, su narrativa, su capacidad de emoción, su poética,… sus dotes cinematográficas en definitiva, un auténtico clásico del cine contemporáneo.•