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Seishun kaidan
(Titulo original)
   
    Director (es) : Kon Ichikawa
    Año : 1955
    País (es) : JAP
    Compañía productora : Nikkatsu Corporation
    Productor (es) : Masayuki Takagi, Takeshi Yamamoto
    Guionista (s) : Bunroku Shishi, Natto Wada
    Fotografía : Shigeyoshi Mine
    Diseño de producción : Kimihiko Nakamura
    Director (es) artistico (s) : Kimihiko Nakamura
    Música : Toshirô Mayuzumi
    Montaje : Masanori Tsujii
    Sonido : Masakazu Kamiya
    Ayudante (s) de dirección : Tokujiro Yamazaki
    Duración : 114 mn
   
     
    Sô Yamamura
Tatsuya Mihashi
Yukiko Todoroki
Izumi Ashikawa
Toshiko Yamane
Koreya Senda
Jukichi Uno
Tanie Kitabayashi
   
     
   
Características DVD: Contenidos: Menús interactivos / Acceso directo a escenas / Entrevista al director kon Ichikawa y al actor Rentarô Mikuni. Formato:  4:3.  Idiomas:   Castellano y Japonés. Subtítulos: Castellano. Duración: 111 mn. Distribuidora:  A contracorriente Films. Fecha de lanzamiento: 30 de noviembre de 2011. Incluye libreto informativo con texto de Carlos Aguilar.
SINOPSIS: Birmania, colonia británica desde 1886, fue ocupada por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, hasta 1945, fecha en que los ingleses reinstauraron su protectorado. Tras la rendición japonesa, el soldado japonés Mizushima, vestido con el hábito que ha robado al monje que ha curado sus heridas, se propone reunirse con su regimiento, que aguarda la repatriación en un campo de refugiados. Sin embargo, las imágenes de todos los japoneses devorados por los cuervos o pudriéndose bajo un sol implacable le atormentan y le llevan a tomar una dolorosa decisión: no regresar a Japón junto a sus compañeros vivos para dedicarse a consolar el alma de los compañeros muertos.
COMENTARIO: Kon Ichikawa fue uno de los más prolíficos y versátiles directores de cine nipón, a similar altura de Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu, aunque su obra no ha alcanzado en Occidente el prestigio de sus compatriotas y hay que lamentar la escasa distribución de su obra en España. De hecho, menos apegado a la tradición y más experimental, se le ha considerado una figura puente con la nueva ola de cineastas de la década de los sesenta, encabezada por Shohei Imamura y Nagisha Oshima.
   Ichikawa comienza en el mundo del cine como diseñador de animación. Su delicada salud no le permitió luchar en la Segunda guerra mundial, y alcanzó cierto prestigio en su país cultivando melodramas y comedias populistas. Precisamente, el hecho de no haber participado directamente en el conflicto bélico propició que despertara rápidamente su interés la novela de Michio Takeyama, y en la línea de otras producciones de posguerra de carácter pacifista como Los niños de Hiroshima (1952), de Kaneto Shindo, o Crónica de un ser vivo (1955), de Akira Kurosawa, se decidiera a adaptarla al cine. Porque pese a pertenecer al género bélico, el arpa birmana no se centra en los combates entre soldados, si no en las terribles consecuencias para todos los contendientes: cientos y cientos de cadáveres abandonados, pasto de buitres y alimañas. Su impactante mensaje humanista —un mensaje atemporal por el que no pasan los años y que nos sigue emocionando­—, revela la inutilidad y el sinsentido de las guerras. No pasó inadvertido en el Festival de Venecia, donde el film obtuvo el premio San Giorgio, el cual contribuyó a su gran proyección internacional.
El arpa birmana muestra los diversos posicionamientos de los soldados japoneses a los que sorprende el final de la guerra en Birmania: algunos se niegan a rendirse, otro regresan a sus hogares, y unos pocos, como Mizushima, horrorizado por los muertos que encuentra a su paso, deciden convertirse en bonzo y quedarse para enterrar los cadáveres de sus compatriotas. La evolución interior del protagonista se enmarca a grandes rasgos en una experiencia zen, que aparece acompañada de rasgos culturales birmanos, chinos, tailandeses e indios. La película es testimonio de cómo el conservador budismo Theravada impregna el arte y las costumbres sociales de Birmania, donde los monjes son venerados y alimentados por la población. Presente en los detalles arquitectónicos y escultóricos —la cúpula de un templo, el interior de una cripta— la imaginería budista se manifiesta en un paisaje de junglas frondosas, desiertos blancos y montañas escarpadas, donde también palpita el sintoísmo. Fábula de tono alegórico, inaugura la etapa más interesante de la obra de Ichikawa, la de su esposa Natto Wada como guionista, y con Fuego en la llanura, otra cruenta visión del final de la guerra ambientada en Filipinas, conforma un poderoso díptico antibélico.
    El tándem Ichikawa-Wada dio lugar posteriormente a una serie de dramas nihilistas —El cuarto de los castigos, El tren está lleno, y con una gran dosis de perversidad —Conflagración y Extraña obsesión—, adaptaciones de las novelas El pabellón de oro, de Yukio Mishima y La llave de Junichiro Tanizaki, respectivamente. Este fascinante período de su obra, caracterizado por la ironía y la sátira, la mezcla de lo trágico y lo cómico, los juegos de espejos y las mascaradas, culmina con la exquisita y audaz rareza La venganza de una actor. Sin embargo, El arpa birmana es el film por el que siempre será recordado el prolífico y ecléctico Kon Ichikawa, que continuó detrás de la cámara hasta bien entrado el siglo XXI.
A mediados de los ochenta, el propio Ichikawa realizó una segunda versión de la película, esta vez con fotografía en color —rodada en escenarios naturales en Thailandia—, y sonido dolby, menos naturalista y más esteticista que su predecesora, óbviamente por motivos comerciales. El auto-remake se convirtió, como era de esperar, en uno de los films más taquilleros del cine japonés, pero cabe decir que, aunque su apariencia es más espectacular, no está a la altura de la versión original de 1956 rodada en blanco y negro, que cuenta con el  talento musical del compositor Akira Ifukube y la exquisita labor del director de fotografía Minoru Yokoyama: «Cuando ahora vemos la versión de 1956 de El arpa birmana evocamos esos rostros de hombres y mujeres, captados por el director durante la escasa semana en que pudo rodar en el lugar: rostros curtidos por el sol, de mirada limpia y profunda, resignados ante la inevitable intrusión de los extranjeros en su tierra. En un decorado despojado, de un blanco y negro polvoriento y calcinado, como los caminos de Birmania, la tierra manchada de sangre de Birmania. Y recordamos las palabras de Mizushima: ¿Por qué tanta destrucción ha caído sobre la tierra? Entonces una luz, iluminó mi pensamiento: ningún pensamiento humano puede dar respuesta a una pregunta inhumana» (1).
 
Silvia Rins      
 


(1) Silvia Rins, Las grandes películas asiáticas. Espiritualidad, violencia y erotismo en el cine oriental, Ediciones JC, Madrid, 2007.
   
       
   

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