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Probablemente Albert Finney fue el actor que mayor entusiasmo profesó por seguir la trayectoria de los miembros del free cinema. Desde un principio, Finney participó en el periodo que mejor definía las inquietudes de los «jóvenes airados» Tony Richardson, Lindsay Anderson y Karel Reisz, asumiendo una importancia creciente en producciones como El animador, Sábado noche, domingo mañana, Tom Jones —cuya representación del personaje epónimo le valió su primera nominación al Oscar— y Night Must Fall. Estos dos últimos films ya denotaban el progresivo distanciamiento con aquel incipiente movimiento que se había creado a mediados de los cincuenta a través de representaciones teatrales como Mirando hacia atrás con ira o Billy the Liar, en la que Finney interpretaba a Billy Fisher, el hijo soñador de un empresario de funeraria. Albert Finney intentó retomar el espíritu del free cinema, ya en su fase terminal, asumiendo la dirección, interpretación y producción, a través de la creación de su propia empresa, la Memorial Enterprise. En esta nueva tesitura, la primera elección de Finney fue Charlie Bubbles, la adaptación de la obra de un autor, Shelag Delanney, que había sido requerido por Tony Richardson para conformar Un sabor a miel (1961), uno de los títulos más representativos del free cinema. Las características personales que confluían en Charlie Bubbles representarían la columna vertebral de los posteriores trabajos cinematográficos de Albert Finney: divorciado, alcohólico, solitario e incapaz de comunicarse con el mundo de sus propios hijos. La ópera prima de Finney se convirtió en un sonoro fracaso, incomprendida en su momento, al igual que aconteciera con Dos en la carretera y Detective sin licencia —rodada por el que había sido su auxiliar de dirección en Charlie Bubbles, Stephen Frears—, todos ellos títulos que se erigían en cuerpos extraños en el conjunto de una cinematografía, la inglesa, que recurría nuevamente a los formulismos clásicos, con un concepto de producciones universales principalmente auspiciadas por David Puttman. Finney no pudo escapar de esta dinámica en la que primaba la recreación de pulcras traslaciones cinematográficas de clásicos de la literatura sajona —encarnó a Fourché en Los duelistas y al detective belga Hércules Poirot en Asesinato en el Orient Express— pero no tardó en aceptar propuestas provenientes del otro lado del Atlántico. A lo largo de la década de los ochenta, Albert Finney se confió a una industria cinematográfica que le permitía desarrollar personalidades singulares dentro del fantástico —Lobos humanos, en una nueva variación de la figura de detective, que había adoptado en Detective sin licencia, Asesinato en el Orient Express y El hermano más listo de Sherlok Holmes— y optar a uno de los papeles que mejor retratan la personalidad de su director, John Huston, en Bajo el volcán. La década se cerraba con otra vuelta de tuerca sobre el mundo de los gángsters, Muerte entre las flores, en la que sus artífices, los inseparables hermanos Coen, hacían ostensible una similar devoción por la literatura de Dashiell Hammett de la que profesaba el personaje encarnado por Finney en Detective sin licencia. Era una época en la que el actor inglés se aventuró a reemprender una actividad escénica que tendría su prolongación en el cine con La sombra de un actor y Un ángel caído. En sintonía con los remakes La versión Browning y Washington Square (La heredera), las adaptaciones cinematográficas de las obras de Ronald Harwood y Lyle Kessler, se correspondían con la condición de títulos contracorriente dentro de sus respectivas cinematografías. Es un aspecto que ha acompañado al devenir profesional de Albert Finney y que ha contribuido a dibujar un cuanto menos sorprendente y peculiar mosaico de composiciones. |