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Peter Weir
     



 
  Fecha y lugar de nacimiento :
21 de agosto de 1944, en Sydney, Nueva Gales del Sur (Australia).
  Actividades previas :
abandona Australia para viajar a Gran Bretaña, donde filma su periplo a bordo de un transanlántico (1965); entra a fomar parte del Instituto de Cine Australiano como ayudante de cámara y de producción (1966); confecciona diversos cortometrajes y mediometrajes --Count Vin's Last Exercise (1967), The Life and Flight of the Reverend Buckshotte (1968), entre otros--; trabaja en algunos capítulos de la serie de televisión Luke's Kingdom (1977).
  Otras actividades :
guionista.
  Premios :
Nominado al Oscar al Mejor Director por Único Testigo (1985), por El club de los poetas muertos (1989) y por El show de Truman (1998); Nominado al Oscar al Mejor Guión Original por Matrimonio de conveniencia (1990).
  Otros datos :
casado con la diseñadora y productora Wendy Weir.
     
    La obra de Peter Weir nace desde la intuición y no como una reacción ante una desmesurada cinefília. El cine del director de Único testigo no tiene parangón ni entre sus compatriotas ni entre los cineastas de otros países; es una obra en esencia singular, que conserva una extraña homogeneidad y coherencia a pesar de su paso del cine oceánico al americano a mediado los ochenta. Forjado en una industria débil y desestructurada, Weir, al igual que Bruce Beresford, Roger Donaldson, Philippe Mora o George Miller (Mad Max), empezó a construir pequeñas obras que le servirían de embrión para sus futuras realizaciones. El desembarco de la cinematografía australiana en los Festivales europeos a mediado los setenta animó a incipientes directores como Weir a presentar sus primeros largometrajes. Gran parte de los films australianos exhibidos en estos certámenes comparten un sentido terrenal, envuelto por elementos o fenómenos surgidos de la naturaleza que se sitúan como los verdaderos protagonistas de los films. Picnic en Hanging Rock y The Last Wave son dos films sugerentes, que juegan con esta concepción, dejando que sean los propios misterios que encubre la naturaleza los que capitalicen la curiosidad o la ansiedad en el espectador. La necesidad de exportar por parte de una hasta entonces ignorada cinematografía, hizo ampliar las fronteras oceánicas para recrear historias como la famosa batalla de Gallípolli, un triste episodio del colonialismo de este inmenso país, acaecido en 1915 y que recreó Peter Weir en Gallipolli, erigiéndose al mismo tiempo en una muestra de la perenne amistad entre dos jóvenes aussies desde su infancia hasta su reencuentro en el campo de batalla, protagonizado por las jóvenes revelaciones Mel Gibson y Mark Lee. Viajero incansable, Peter Weir se trasladó a otro campo en conflicto, Yakarta, para rodar El año que vivimos peligrosamente, crónica de unos periodistas inmersos en el clima prerevolucionario de la capital de Indonesia en la década de los sesenta. La repercusión internacional de El año que vivimos peligrosamente afectó a sus dos protagonistas, Mel Gibson y Sigourney Weaver, aún sin el prestigio del que hoy gozan, mientras Peter Weir preparaba su bautizo en el cine americano de la mano de Jerome Hellman, quien ya había hecho lo propio con el británico John Schlesinger en Cowboy de medianoche (1969). Los problemas de preproducción que surgieron tras la compra de los derechos de la novela de Paul Theroux, desaconsejaron la puesta en marcha immediata de La costa de los mosquitos, proyecto que Hellman y Weir retomarían después de Único testigo, film con envoltura de thriller que volvía a incidir en el carácter terrenal que distingue al cine de Weir, a través del retrato de una comunidad Amish, secta de perfil anacrónico. Después de la experiencia de dos producciones americanas, Peter Weir seguía conservando un grado de libertad estimable, confeccionando sus obras sobre la base de un equipo técnico homogéneo y con un reparto formado por actores en vías de alcanzar el estrellato (Robin Williams, Mel Gibson, Sigourney Weaver, Andie McDowell, Ethan Hawke, etc.). Una situación que le llevó a preparar con paciencia su obra maestra, El club de los poetas muertos, en la que se constata la transición del hermetismo de sus primeros films a la emotividad y sensibilidad en el dibujo de los personajes y la relación que se establece entre ellos. Un internado americano de estudiantes de nivel medio de los años sesenta servía de marco para construir una obra donde la utopía y la libertad de pensamiento tomaban cuerpo en la figura del profesor Keating (Robin Williams), quien intentaba transmitir unos conceptos vitales alejados de la doctrina docente de la época. Mientras el film despertaba numerosas adhesiones, Weir abordó el género de la comedia —que ya había aparecido en sus primerizos cortometrajes y mediometrajes, y en The Pumbler, rodado para la televisión y dotado de un humor negro casi indescifrable— en Matrimonio de conveniencia, film de transición que antecede a Sin miedo a la vida, mucho más pretencioso y que gira alrededor de las consecuencias de la fatalidad de un accidente aéreo dentro de la dinámica hollywoodiense de films de parecida temática, como ¡Viven! (1991) o Héroe por accidente (1992). Demasiados son los interrogantes que se abren ante la actitud de Weir, que cada vez espacia más sus trabajos, y la indiferencia que han suscitado sus últimos films, en franco declive desde que filmó El club de los poetas muertos y más lejos en el tiempo quedan sus piezas de cámara australianas, que aún permanecen vigentes por la fuerza hipnótica que provocan sus imágenes y sus sonidos en el espectador. Una situación que parece haber revertido tras el estreno de El show de Truman, una afortunada fábula —-no exenta de trampas argumentales— sobre una sociedad actual que ha transformado sus hábitos de comportamiento merced al poder hipnótico que ejerce la televisión, y sobre todo Master and Commander (Al otro lado del mundo), una epopeya en alta mar que se descubre como uno de los puntos álgidos creativos de la selecta filmografía del realizador de Nueva Gales del Sur.
   
     
   

EL DECÁLOGO de PETER WEIR
 
I) LA ESTRELLA (MASCULINA) ANTES QUE EL FILM.
Para que las historias escogidas por Peter Weir puedan obtener la financiación adecuada, Peter Weir y Russell Crowe, ambos oceanicos, durante el rodaje de "Master and Commander".rara es la ocasión en que no se vale de un actor o de una actriz de renombre en aras a cumplir semejante objetivo. Esta visión Weir la adoptaría prácticamente a las primeras de cambio, una vez sorteado su compromiso con un cine que opera en el semiamateurismo como That Cars That Ate Paris (1974), y con la puesta en marcha de Picnic en Hanging Rock (1975), en que se registraría la presencia en esta propuesta coral de la británica Rachel Roberts. A partir de entonces, las estrellas —por lo general masculinas— han guiado los destinos en la taquilla de las producciones libradas por Peter Weir, desde Richard Chamberlain (The Last Wave) hasta Harrison Ford (Único testigo, La costa de los Mosquitos), pasando por Robin Williams (El club de los poetas muertos), Mel Gibson (Gallipoli, El año que vivimos peligrosamente) Jim Carrey (El show de Truman) o Russell Crowe (Master and Commander).   
 
II) FUENTES LITERARIAS «ANÓNIMAS»
Puede que algunas de las novelas que Peter Weir haya adaptado para el medio cinematográfico tengan predicamento en determinadas latitudes, pero lo cierto es que en muchos países siguen siendo obras auténticamente desconocidas. Gran lector, Weir ha sabido moldear esas historias previamente desarrolladas en forma de novela, llevándolas a su propio terreno. Para ello no ha dudado en “fusionar” diferentes fuentes literarias —la serie de novelas de Patrick O’Brian para Master and Commander— o mezclar historias de su propia cosecha con alguna que otra obra soportada en papel —The Broken Years de Bill Gammage y narraciones de C. E. W. Bean para Gallipoli (1981)—. Con todo, la proporción de guiones originales en relación a los guiones adaptados por Weir más bien son equivalentes. Como sucede en estos casos, el cine contribuiría decisivamente al conocimiento de sus obras literarias de partida, siendo Picnic en Hanging Rock, de Joan Lindsay —editada en castellano por Impedimenta— un paradigma en este sentido. Menor suerte han tenido hasta la fecha La costa de los mosquitos de Paul Theroux o Sin miedo a la vida de Rafael Yglesias.   
 
III)  GENUINAMENTE AUSTRALIANO.
En los primeros compases de su filmografía, y hasta bien adentrados los ochenta el salto a Hollywood que supuso Único testigo (1985), Peter Weir no sólo filmó películas en Australia, sino sobre Australia o lo australiano. Y en todas ellas se percibe la inquietud de perfilar unos contornos idiosincrásicos propios y fuertemente imbuidos por inquietudes antropológicas y de trasfondo ecologista. El ejemplo más notorio sea acaso el absolutamente brillante abordaje de la cuestión aborigen que en clave fantástica nos propone La The Last Wave (y la variación, en clave irónica, que sobre el mismo tema efectúa en The Plumber, que contiene una severa invectiva contra la élite intelectual de su país, que considera tan cacareada y autocomplaciente como en realidad falsa, inútil, e incluso nociva), pero el mismo ánimo descriptivo psicosociológico percute también en las hermosas Picnic en Hanging Rock Gallipoli, dos modos complementarios de ofrecer una lección de historia desde una perspectiva valiente y apasionada.
 
IV) PAISAJES.
El concepto de producciones de ámbito doméstico cuyas pulsiones dramáticas se sustancian entre cuatro paredes, no casan para nada con el cine de Peter Weir. La suya es una apuesta por «fusionar» la realidad de los personajes con la naturaleza que les envuelve; una mirada hacia el paisaje insoslayable en su forma de entender su función de artista integrado en la sociedad moderna. Así pues, el paisaje austral ha sido el más visitado por la cámara de Weir (Picnic en Hanging Rock, That Cars That Ate Paris, Gallipoli, The Last Wave), pero al instalarse en suelo norteamericano ha seguido tejiendo una similar “estrategia” para acomodar las historias que ha llevado a la pantalla conforme a mostrar esa imbricación de la naturaleza con el ser humano, como acontece en Único testigo —los dominios rurales Amish sitos en Pennsilvania— La costa de los Mosquitos (1986) —la selva de Belice— o Camino a la libertad (2010) —las enormes extensiones asiáticas por las que transitan los personajes principales, incluidas zonas desérticas—.   
 
V) EL VALOR DE LA AMISTAD, FUNDAMENTO DEL HUMANISMO DE WEIR.
De las situaciones extremas o, cuanto menos, complejas, por las que atraviesan los personajes conductores de las tramas provistas en los films de Weir se deriva un interés primordial por dar cabida al valor de la amistad. Un sentido de la amistad y de la camaradería que puede hallarse en el propio núcleo y/o comunidad familiar en el más amplio sentido de la expresión —Único testigo, La costa de los Mosquitos— pero que por definición opera fuera de los márgenes de la cosanguineidad —Gallipoli en su más elevada expresión, El año que vivimos peligrosamente (1982), El club de los poetas muertos (1989), Sin miedo a la vida (1993), Master and Commander, Camino a la libertad, etc. —. Una circunstancia trágica, ya sea la pérdida de familiares en un accidente aéreo —Sin miedo a la vida— o el suicidio de un compañero de aula (Neil Perry/Robert Sean Leonard en El club de los poetas) sirve de catalizador de una amistad entendida por Weir en términos inherentes a los de un humanista.
 
VI)  LA COMEDIA DE LA VIDA.
Al acercarse de una manera superficial al cine de Peter Weir podemos llegar a la conclusión que se asienta sobre unos resortes dramáticos, si acaso trágicos, sobre la condición humana. Siendo evidente esta panorámica sobre la realidad de su cine, Peter Weir ha podido, empero, articular una mirada más amable o si se prefiere tragicómica en torno a los personajes y las circunstancias que les rodean en algunas de sus producciones. De tal suerte, aflora en el cine de Weir un sentido del humor aussie —generalmente «teñido de negro»— que gana prestancia sobre todo en la película rodada para televisión The Plumber (1979) —editada en VHS y en DVD en nuestro país bajo el título El vigilante, aunque su traducción literaria sería «El fontanero»— y, en menor medida, en Matrimonio de conveniencia (1990). Capítulo aparte merece ese one man show que compromete a la realidad de El show de Truman (1998), cuya comicidad está extremadamente condicionada a su actor protagonista, el canadiense Jim Carrey, del que Peter Weir trataría de alejarlo —sin demasiada fortuna, todo hay que decirlo— de su vena histriónica.     
 
VII) LA PERSPECTIVA ANÓMALA (I) LA ESENCIA INDIVIDUAL E INTUITIVA.
Uno de los elementos que caracterizan buena parte de los films de Weir es la presencia y, a menudo incluso preeminencia de una perspectiva anómala ante la dramaturgia puesta en solfa: el modo en que, principalmente desde lo visual, se encara una mirada distinta sobre unos hechos y sentimientos evocados muchas veces por el cine. Su intención —afianzada desde los tiempos de Picnic en Hanging Rock— no es otra que el énfasis en transmitir al espectador la presencia y preeminencia de lo espiritual, de un cierto elemento intuitivo que, nos transmiten esas imágenes, gobierna por encima de la razón o la lógica el comportamiento de los personajes. El cine de Weir aspira, y no es poco, pulir el retrato de lo humano en busca de su esencia más auténtica y menos lastrada por condicionantes externos.
 
VIII) LA PERSPECTIVA ANÓMALA (II) EL CONFLICTO CULTURAL.
En relación con lo anterior, se produce un enfrentamiento inevitable de ese individuo que alcanza su esencialidad con los estrechos márgenes del funcionamiento social. Los personajes de sus películas suelen ser revolucionarios, o están llamados a serlo. Así, por ejemplo, en The Last Wave hallamos a un abogado que muda de piel y se revela contra el orden establecido con el que él mismo venía colaborando para afrontar una Verdad terrible; en Galllipoli o El año que vivimos peligrosamente se interpreta la Historia a partir de controversias entre la ética y la supervivencia física y hasta espiritual; en La Costa de los Mosquitos se refiere la lucha utópica de un individuo por reinventarse un sistema de vida y organización a todos los niveles por considerar putrefactos los preexistentes; y en El club de los poetas muertos y en Matrimonio de conveniencia se levanta acta del peso demasiado agobiante de unos esquemas sociales inamovibles y que castran la voluntad, las necesidades o la inspiración de lo individual. Finalmente, en Sin miedo a la vida y en Camino a la libertad esa sempiterna ruptura entre el «Yo» y sus condicionantes externos es materia causal narrativa, pues es fruto de acontecimientos funestos (un accidente de avión, la reclusión en un campo de concentración siberiano) que llevan a sus protagonistas a trascender de un modo u otro.
 
IX) WEIR Y «LOS MAESTROS DE LA LUZ» CON ACENTO AUSTRALIANO.
Pocas asociaciones entre cameraman y director sustanciadas en los últimos treinta o cPeter Weir y Russell Boyd una colaboración en "el otro lado del mundo".uarenta años merecen tantas alabanzas como las que despierta el trabajo cooperativo del binomio Peter Weir-Russell Boyd. Cuatro meses mayor que Weir, Russell Boyd (1944, Victoria, Australia) ha sido el segundo de abordo en la nave comandada por el cineasta australiano que les ha llevado por distintos continentes y realidades. Con la partida de Weir hacia los horizontes cinematográficos estadounidenses —siguiendo la estela de su compatriota Bruce Beresford— hubiera sido razonable pensar que Weir daría por zanjada su asociación con Boyd. No obstante, Weir y Boyd cruzarían nuevamente sus destinos en el rodaje de Master and Commander, prorrogada hasta la fecha con Camino a la libertad. Para esta producción, Russell Boyd estaría ligado de pleno derecho a la ASC (American Society of Cameraman), de la que asimismo han formado parte Peter Biziou (Sin miedo a la vida), Allen Daviau (El show de Truman), John Seale (Único testigo, El club de los poetas muertos) y Geoffrey Simpson (Matrimonio de conveniencia), estos últimos australianos de pleno derecho que, como Weir, escucharon los cantos de sirena provenientes de la Meca del cine. Allí donde sus talentos quedarían plenamente validados tras su desempeño profesional bajo las huestes de la ACS (Australian Cameraman Society), de la cual el propio Boyd fue su vicepresidente durante una temporada.
 
X) LA MÚSICA EN EL CINE DE WEIR.
A la hora de adecuar la música a las imágenes de sus películas, Peter Weir principia la idea de que la primera debe servir a la segunda, y no a la inversa. Por ello suele utilizar la música de una manera dosificada, siempre que lo requieran las imágenes. Allí están las cinco composiciones creadas por Maurice Jarre para los films del cineasta oceánico (El año que vivimos peligrosamente, Único testigo, La costa de los Mosquitos, El club de los poetas muertos y Sin miedo a la vida) para dar crédito a esta "norma no escrita”. La otra característica que define este apartado del trabajo creativo de la puesta en marcha de una producción vehiculada por Weir deviene la combinación de fuentes de música clásica, en sus distintas variantes, con una partitura escrita ex profeso para una película determinada. En este sentido, numerosos ejemplos hablan del vasto conocimiento de Weir en dicha materia, desde la aplicación de temas de Fréderic Chopin en El show de Truman, Tomaso Albinnoni en Gallipoli, Ralph Vaughan Williams en Master and Commander e incluso la ópera servida en forma de música diegética en El año que vivimos peligrosamente.•
 
Sergi Grau y Christian Aguilera
 
 
   
     
director y guionista  : 2010    The Way Back   [ Camino a la libertad ]
director-prod. y guionista  : 2003    Master and Commander   [ Master and Commander (el otro lado del mundo) ]
director  : 1998    The Truman Show   [ El show de Truman ]
director  : 1993    Fearless   [ Sin miedo a la vida ]
director y guionista  : 1990    Green Card   [ Matrimonio de conveniencia ]
director  : 1989    Dead Poets Society   [ El club de los poetas muertos ]
director  : 1986    The Mosquito Coast   [ La costa de los mosquitos ]
director  : 1985    Witness   [ Único testigo ]
director y guionista  : 1982    The Year of Living Dangerously   [ El año que vivimos peligrosamente ]
director y argumentista  : 1981    Gallipoli   [ Gallipoli ]
director y guionista  : 1979    The Plumber
director y argumentista y/o guionista  : 1977    The Last Wave
director  : 1975    Picnic at Hanging Rock   [ Picnic en Hanging Rock ]
director y guionista  : 1974    That Cars That Ate Paris
   
     
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Editorial: Cátedra. 
Colección: Cineastas / Signo e Imágenes nº 95.
Autora: Nekane E. Zubiaur.
Fecha de publicación: enero de 2013.
424 pp. 11,0 x 18,0 cm.
Incluye bibliografía y filmografía completa.

COMENTARIO (Por Tomás Fernández Valentí): Como afirma la propia autora de este ensayo, el núm. 95 de la espléndida colección Signo e Imágenes/Cineastas de Cátedra, y que comparto plenamente, resulta asombroso que todavía no hubiera una monografía en nuestro país dedicada a un realizador que, a nivel personal y sin ánimo de pontificar al respecto, no dudaría en incluirlo entre los cinco o diez mejores cineastas de la actualidad: el australiano Peter Weir. Por más que Nekane E. Zubiaur, firmante de esta más que recomendable introducción y panorámica a la obra del autor de Picnic en Hanging Rock (1975) y Master & Commander: Al otro lado del mundo (2003), acaso no se atreva a decirlo directamente, sí que sugiere, de forma indirecta, a qué se debe esa aparente indiferencia e incluso cierta displicencia con que suele despacharse la obra de Weir entre la mayoría de la crítica española (como en todo, hay honrosas excepciones): al hecho de que Weir es uno de esos cada vez más raros directores de cine que, por así decirlo, “no hace ruido”; a que es el poseedor de un estilo tan minucioso y sobre todo tan sutil, que como lo califica la propia Zubiaur bien podría adjetivarse como “invisible”; al hecho de que, en un mundo como el del cine actual pero no siempre moderno (actualidad y modernidad no son términos sinónimos, por más que tiendan a solaparse), lleno de prepotentes con ganas de hacerse notar arrojando su estilo a la cara del espectador, Weir hace gala de esa rara modestia que precisamente es característica de los grandes creadores; en definitiva, que el cine de Weir, aparentemente sencillo, en el fondo es tremendamente exigente, dada su sutilidad, y requiere un plus de atención que, ¡ay!, no se da con la fGerard Depardieu y Peter Weir durante el rodaje de "Matrimonio de conveniencia".recuencia deseable entre nuestros “comentaristas” del hecho cinematográfico. A ello cabe añadir que su cine es, este sí, realmente para paladares selectos por el hecho de que, si bien se lo pone fácil al espectador gracias a su manera franca y directa de mirar, se lo pone en cambio muy difícil a los críticos que se ven obligados a estrujarse las meninges ante un cine que no es el típico “de festival” (el cual, para mí, acaba siendo en muchas ocasiones el auténtico cine “fácil” para críticos), y al que en el fondo no suele perdonársele el hecho de haberse desarrollado en buena parte bajo la maquinaria industrial de Hollywood. Sobre el cine de Peter Weir pesa, por lo tanto, un prejuicio.
 
Derogando tópicos
 
    Resulta de agradecer una obra como la de Nekane E. Zubiaur, que además de muy bien escrita, con un lenguaje diáfano pero no simple, y haciendo gala —como el mismo cine de Weir— de una soterrada erudición, por fin pone “orden” dentro del corpus de la obra de un cineasta de quien todavía se repiten, con una insistencia digna de mejor causa, tópicos tan rotundamente falsos como que las mejores y más personales obras de Weir fueron las que llevó a cabo en su Australia natal, es decir, las reputadas Picnic en Hanging Rock y The Last Wave (1977), y que sus películas rodadas bajo pabellón norteamericano, de Único testigo (1985) en adelante, supusieron su despersonalización. Nada más lejos de la realidad, habida cuenta de que, tal y como Zubiaur aclara en los primeros apartados de su ensayo, “Peter Weir en Australia” (pp. 17-70) y “Peter Weir en América” (pp. 71-134), el exilio del cineasta a Hollywood fue más el resultado de una inquietud artística y un deseo de trabajar en un marco industrial más propicio a sus inquietudes que una cuestión meramente crematística, como se suele afirmar a la ligera. Buena prueba de ello reside, en primer lugar, en la descripción de las tremendas dificultades para hacer cine en Australia, y más en el momento en que Weir inició su carrera como realizador; y en segundo lugar, y por encima de todo, el carácter considerablemente atípico de las propuestas de Weir en Hollywood. A ello hay que añadir el hecho de que, para nuestro cineasta, los géneros no son patrones preestablecidos que constriñen la creatividad, sino por el contrario una especie de reglas de juego lo suficientemente flexibles como para insertar en medio de ellas las inquietudes personales de un realizador que, para desesperación de muchos, tiene la “manía” de no decir las cosas en voz alta y expresarlas casi calladamente a través de su labor de puesta en escena. Debería ser una obviedad asumida por todos los directores de cine del mundo, pero la realidad nos demuestra que no es así: Peter Weir tiene muy claro que, a la hora de la verdad, el cine se escribe con la cámara. Y Nekane E. Zubiaur lo ha entendido perfectamente.
La autora del ensayo sabe perfectamente que lo del “Weir autor australiano” y el “Weir vendido a Hollywood” no sirve a estas alturas para valorar en su justa medida la filmografía del responsable de El show de Truman (1998). De ahí su esfuerzo por dejar bien claro que cada decisión adoptada por Weir a la hora de emprender tal o cual proyecto no ha sido nunca caprichosa, sino motivada por una sólida base artística nacida a su vez de un cúmulo de inquietudes particulares suyas. Tan solo habría que ver que en la carrera hollywoodiense de Weir se han mezclado, ciertamente, éxitos de taquilla como Único testigo, El club de los poetas muertos (1989) o El show de Truman con fracasos comerciales como La costa de los mosquitos (1986), Sin miedo a la vida (1993) o Camino a la libertad (2010), o una producción de alto coste como Master & Commander: Al otro lado del mundo, que “pinchó”, como suele decirse, en los Estados Unidos aunque funcionara mucho mejor en el mercado internacional. Esos prejuicios que mencionaba líneas atrás se hallan felizmente ausentes en el riguroso ensayo elaborado por Zubiaur.
 
Un estilo que no parece estilo
 
    Siguiendo una estructura, por lo demás, familiar para quienes conozcan la colección Signo e Imagen/Cineastas de Cátedra, la autora dedica el bloque central del volumen a —su título lo dice todo— “Un cine de la emoción. Constantes temáticas, narrativas y formales en las películas de Peter Weir” (pp. 135-183), dividido a su vez en apartados tales como “La inmersión en un mundo extraño”, “El conflicto entre opuestos y la afirmación del individuo”, “El individuo y su entorno”, “Padres y monstruos”, “Elogio de la “invisibilidad””, “Economía narrativa”, “Rimas y ecos”, “Atmósferas sensoriales” y “Un cine musical”. Me parece una forma estupenda de resumir lo más significativo del cine de Weir, habida cuenta de que la autora del ensayo tiene de nuevo muy claro que, si bien es verdad que la obra de cualquier cineasta puede estudiarse desde el punto de vista de las “temáticas”/“temas”/“discursos”/“mensajes” (táchese lo que no proceda) que lo componen desde una perspectiva que particularmente me atrevería a definir como literaria, todo ese contenido carece de sentido desde un punto de vista estrictamente cinematográfico si no se vehicula a través de un estilo fílmico que es el que le confiere todo ese sentido, e incluso le permite en ocasiones ir más allá de sus límites textuales. O, para entendernos, que en cine el fondo por sí solo no valida la obra de un realizador: que es la forma la que da vida a ese fondo. De ahí la dificultad intrínseca del cine de Weir, que como explica asimismo Zubiaur es un cineasta que en muchas ocasiones —sobre todo, cuando ha trabajado en América— ha intentado “rebajar” el estilo típicamente sensual y sensitivo de sus primeras producciones australianas en aras de una narrativa “limpia” y “clásica” pero no por ello menos compleja y sofisticada, y siempre con la intención de llegar al máximo a todo tipo de espectadores; no resulta de extrañar, en este sentido, que Weir prefiera considerarse antes un “artesano” que un “autor”, mas que nadie se llame a engaño: Weir es uno de los mayores autores del cine contemporáneo.
    La segunda mitad del volumen (pp. 185-390) se centra en el análisis pormenorizado de las películas de Weir. Una vez más, llama la atención positivamente la manera como Zubiaur aborda estos comentarios, procurando dejar siempre bien especificadas esas constantes temáticas del cineasta apuntadas líneas arriba y previamente desarrolladas por la autora en la primera mitad del libro, pero sin olvidarse en ningún momento de que nada de todo eso sería válido en sí mismo considerado sin su correspondiente expresión cinematográfica, que es a la postre donde reside el valor del cine de Peter Weir: donde reside su arte. La precisión del análisis de Zubiaur viene acompañada de la esporádica inserción de fotogramas de los films de Weir (las ya habituales “capturas” de imagen), que permiten al lector hacerse una mejor composición de lugar entre lo que el texto analiza y la realidad práctica de lo analizado, en la línea de algunas obras de ensayo fílmico norteamericanas como las del siempre interesante David Bordwell. Lo dicho: en muchas, demasiadas ocasiones, se tiende a olvidar que el cine se escribe con la cámara. Peter Weir lo tiene claro; Nekane E. Zubiaur, también. Desde este punto de vista, no cabe menos que aplaudir las virtudes de este ensayo, vuelvo a insistir, libre de los prejuicios habituales en torno al cine del firmante de El año que vivimos peligrosamente, cosa rara de ver en la mayoría de comentarios que, al hablar del director de Gallipoli, no hacen otra cosa de seguir ahondando en lo de siempre y dicho como siempre.•