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Uno de los principales temores con los que se debe enfrentar un intérprete profesional es el del encasillamiento que impide, en buena lid, evolucionar y explorar nuevos terrenos artísticos. El inglés Gary Oldman podría ser un ejemplo notorio del cine contemporáneo de esta dificultad a la hora de escapar de ciertos roles que, si en una primera etapa de aprendizaje y posterior consolidación en el medio cinematográfico, le había llevado a recrear una tipología de personajes cortado por un patrón similar —individuos atormentados y/o conflictivos que se desenvuelven en un ambiente marginal, fuera de los cánones por los que se rige la sociedad donde viven—, una situación análoga se ha reproducido en los últimos años al asumir roles de villano o de antagonista de la función. De su etapa iniciática destacan con luz propia personajes tan representativos de la cultura underground de los años sesenta y setenta en Gran Bretaña, como el líder del grupo punk Sex Pistols en Sid y Nancy, o el autor teatral homosexual Joe Orton en Ábrete de orejas. Pilares interpretativos que irían cimentando el prestigio de Gary Oldman en ciertos círculos cinematográficos. Pero, a medio plazo, Gary Oldman entraría en una dinámica de abundar sobre personajes marginales, erráticos e inclusive amorales —el camello Drexl Spivey en Amor a quemarropa; el violento representante de una comunidad de irlandeses emigrados al barrio neoyorquino de Hell’s Kitchen en El clan de los irlandeses, o Lee Harvey Oswald en JFK, caso abierto—. Una crónica, ésta última, en torno al magnicidio cometido en Dallas en noviembre de 1963, cuya cabeza de turco devino el perturbado individuo encarnado por Gary Oldman, al que volvería a imitar su voz —en una nueva muestra de la riqueza diálectica con la que acomete cada uno de los personajes que compone— en la miniserie televisiva Who Was Lee Harvey Oswald?. Variaciones, pues, sobre un mismo modelo de personajes que se irían sucediendo a lo largo de los años, aunque de forma más intermitente —el príncipe Vlad Drácula en una nueva lectura para la gran pantalla del mito creado por Bram Stoker; Ludwig Van Beethoven en Amor inmortal, o Albert Milo en Basquiat—, para dar paso a sus recreaciones de villano y/o malvado, amante de comportamientos sadomasoquistas --el alcaide de Alcatraz Milton Glenn en Homicidio en primer año; el estrafalario Jean-Baptiste Emanuel Zorg en El quinto elemento; el terrorista ruso Egor Korshunov en Air Force One (El avión del Presidente), y el desfigurado millonario Mason Verger en Hannibal, entre otros--. Si bien Gary Oldman ha tratado de desmarcarse de esta tendencia al asumir labores de producción —Candidata al poder, en su retorno a los escenarios judiciales de Ley criminal y de Homicidio en primer grado, o la ingeniosa comedia Plunkett & MacLeane— y posicionarse tras las cámaras en un largometraje de claros tintes autobiográficos —no en vano, en Los golpes de la vida, su elocuente título castellano, aparece su hermana, la también intérprete Laila Morse—, la realidad es que, a los ojos del espectador, su rostro ofrece casi siempre el mismo perfil: el de la maldad, la oscuridad, el temor y la ambigüedad moral. Una consecuencia lógica al haber aceptado embarcarse en empresas cinematográficas cuyo principal destino para Oldman ha sido el encasillamiento. |