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Bob le Flambeur
(Titulo original)
   
    Director (es) : Jean-Pierre Melville
    Año : 1955
    País (es) : FRA
    Género : Thriller
    Compañía productora : Studios Jenner-O.G.C.-La Cyme-Play Art
    Productor (es) : Florence Melville
    Guionista (s) : Jean-Pierre Melville, Auguste Le Breton
    Fotografía : Henri Decaë
    Decorados : Claude Bouxin
    Vestuario : Ted Lapidus
    Música : Eddie Barclay, Jo Boyer
    Montaje : Monique Bonnot,Jeanne-M. Favier,Yolande Palamanghi
    Sonido : Pierre Philippenko, Jacques Carrčre
    Ayudante (s) de dirección : Léo Fortel, Yves-André Hubert
    Duración : 100 mn
   
     
    Isabelle Corey
Daniel Cauchy
Roger Duchesne
Guy Decomble
André Garret
Gérard Buhr
Claude Cerval
Howard Vernon
   
   
    Marcado por su infortunio tanto en la vida como en el juego —una de sus pasiones—, Bob «le flambeur» contempla el paso de los años sin excesivas expectativas. Su encuentro casual con una joven llamada Anne le sirve para elevar su autoestima hasta el punto de convertirse en el principal benefactor de ésta al acogerla en su modesta casa. Semanas más tarde de esta «adopción» voluntaria, Anne empieza a frecuentar las salas de juego donde participa Bob y sus amigos, uno de los cuales es el padre de Paulo, el futuro novio de la joven. Mientras se consolida la relación sentimental entre Paulo y Anne, Bob atiende a su decisión de que cambie su suerte y se encomienda a organizar un robo en un casino. Horas antes de citarse con sus colegas delincuentes, Bob «le flambeur» trata de relajarse jugando unas partidas en el propio casino donde ha planeado el atraco.
   
   
   

MONTMARTRE, BAJOS FONDOS
 
Por Sergi Grau
Como sus compatriotas Robert Bresson o Jacques Tati (por citar dos nombres no anclados en la cantera attractiva de la nouvelle vague), Jean-Pierre Melville es de esos cineastas que llevan a un estadio canónico, casi imposible de refutar, el a estas alturas tan manoseado concepto de autoría. Melville —que así, a secas, firma en los créditos— no filma una historia, filma su historia. Y así nos invita a percibirlo desde el primer al último minuto de, por ejemplo, el extraordinario filme que nos ocupa, Bob Le Flambeur. Atiéndase al arranque de la función, plagado de imágenes peculiares que contienen signos e intenciones, que gradúan la concepción y espiritualidad del relato, la aproximación subjetiva a los personajes, el tono. Empezamos con un plano de ubicación, lenta panorámica horizontal que recorre el paisaje nocturno de la colina de Montmartre, mientras una voz en off informa que «esta es, como la cuentan en Montmartre, la historia de», frase inconclusa, que cede al rótulo sobreimpresionado del título del filme y unos breves créditos. Acto seguido, esa misma voz en off interacciona con la imagen, mostrando su basílica mientras relata que «Montmartre es a la vez cielo…» y dejando que cierre la frase una imagen alusiva a ese infierno mundano en el que discurrirá la acción: la de un funicular que desciende la colina hasta la entraña de las calles y locales nocturnos de aquel distrito parisino, cuya estampa se recoge en diversas postales estáticas, después leves panorámicas cuando el paisanaje —una mujer, que se presenta como personaje anónimo pero después dejará de serlo— comparece en el encuadre. De ahí pasamos a la primera imagen en interiores, para presentar al protagonista, el personaje del título, «ese hombre viejo y joven, figura legendaria de un pasado reciente», aludido por ese narrador en over mientras la cámara se aproxima a su figura de manera sinuosa —mostrando unos jugadores a través de una ventana de una habitación para después revelar por movimiento de cámara en dirección opuesta que no se hallaban al otro lado de la misma, sino que se trata de un reflejo—, mostrando en primera instancia lo que representa la fachada del personaje —unos dados que se detienen en el tablero— para después mostrarlo de forma esquiva, y así, un punto solemne y otro enfático —planos cercanos de su rostro en penumbra, un movimiento de cámara que le cubre las espaldas mientras abandona el recinto—, que termina cuando el personaje ya se halla en la calle y se detiene ante un espejo para ajustarse el nudo de la corbata, reflejo que la cámara recoge para que así veamos por primera vez de forma nítida al viejo hampón, Bob Montagné, a quien da rostro y vida Roger Duchesne, quien al contemplarse en el espejo manifiesta de sí mismo «Vaya cara de golfo tienes».
   Aunque no podemos seguir analizando la película en esos términos, casi plano por plano, so riesgo de convertir esta reseña en un interminable estudio, hemos efectuado esta glosa detallada del arranque de la obra para ejemplificar su coda expositiva: Bob le flambeur se narra de forma serena, sencilla, escueta, pero muy atenta a cualquier detalle, muy estilizada y minuciosa a la hora de hallar esa fórmula presuntamente diáfana. Pura orfebrería, puro Melville. Se trata de su cuarta película y la primera en la que Melville se adentró en los espacios y motivos de la vida criminal, títulos que le consagrarían en la órbita internacional y a través de los cuales —aunque no sólo de ellos— levantaría acta de una determinada pulsión narrativa y sobre todo espirtual, la huella melvilliana. Al respecto mucho se ha comentado de la admiración del cineasta por el cine negro clásico americano, y de su parentesco con creadores noir transatlánticos, especialmente John Huston. Algo que, sin dejar de ser cierto y asumido por el propio cineasta, no debe impedir incardinar su obra en otra tradición importante, la autóctona, donde las prolíficas aportaciones al policiaco —o más bien al sustrato criminal en sentido amplio— de maestros como Jacques Becker, Sacha Guitry o Henri-Georges Clouzot marcaron diversos itinerarios que Melville y otros cineastas coetáneos (pienso en Claude Sautet, por ejemplo, otro nombre a reivindicar) siguieron en la configuración de un nuevo y apasionante paisaje para el género, el de los pespuntes de la modernidad.
   El filme que nos ocupa relata la historia de un gángster venido a menos que, hallándose en una situación precaria, decide regresar a su antiguo oficio y asaltar un casino, argumento para cuya elaboración Melville pudo contar con el valioso aliado Auguste Le Breton, nombre que nos ofrece otra asociación interesante, pues Le Breton un año antes había sido el coguionista de la imprescindible Rififi (1955). Semejante relato, que como el de Dassin refiere lo improbable de un apoderamiento por parte del lumpen, está para ello igualmente sumergido en una pátina naturalista, de descripción de lugares y ambientes, si bien la mirada —emergente, podríamos adjetivar— de Melville gradúa a una determinada temperatura dramática esos por otro lado trabajados, muy reseñables contornos urbanos, a menudo nocturnos, en deriva decadente, en los que la cámara se entretiene a menudo, dejando al espectador rendirse a la pericia que demuestra el excelso operador Henri Decaë, a esas alturas ya decisivo aliado de Melville y que igualmente dejaría una eminente impronta en sus aportaciones a obras de aquellos mismos años de Louis Malle, Claude Chabrol o René Clément, significativamente Ascensor para el cadalso (1957), Una doble vida (1959) o A pleno sol (1959).
   Empero, no nos engañemos, las coordenadas del drama costumbrista, que a priori podrían emerger del argumento puesto en solfa, no constituían el interés primordial de la narrativa de Melville, quien en cambio ya evidencia en este Bob le flambeur su gusto por la evocación, en fuga soterradamente lírica, del pathos de un personaje. Personaje solitario, taciturno, miembro de una casta en extinción —basta ver al respecto los atuendos del personaje, una ropa de gángster de otra época—, que defiende unos códigos éticos cuestionables pero honestamente asumidos, y que se alza pírricamente y extravagante contra un entorno en el que se ha acostumbrado a sobrevivir pero que no le satisface. En ese sentido, podemos decir sin margen de error que la película de Melville no se centra tanto en la planificación de un robo (cuya ejecución, elocuentemente, quedará distorsionada por un capricho del azar) como en la radiografía anímica del personaje que encarna Roger Duchesne, a quien el relato inmiscuye en elementos iconográficos propios del cine negro clásico —los juegos de azar, la nocturnidad y sus clubes, los ambientes claustrofóbicos, los climas de desconfianza, la eclosión de la violencia, así como la generosa galería de chulos, confidentes, chantajistas, traidores y mujeres víctimas, cómplices o fatales— para cartografiar, desde pinceladas hiperrealistas, su apuesta vital sobrevenida (resumida en ese primer plano de su rostro impertérrito, agazapado bajo su sombrero, cuando su amigo le relata la información sobre la caja fuerte del casino de Deauville, momento en el que se decidirá a asaltarlo), su lucha por librarse de la propia obsolescencia, por reintegrar una idiosincrasia, un carisma, un prestigio, que dudosamente tienen ya cabida en el lugar y tiempo en el que discurre la acción.
   Es por ello que, al fin y al cabo, por mucho que el largo pasaje central de la preparación del robo y la interacción entre los diversos miembros de una banda ciertamente asimétrica funcione con solvencia y nos deje algunas secuencias extraordinarias, el mayor interés de Bob le flambeur, o al menos el que llama más la atención al espectador que busca las señas melvillianas, termine anidando en la primera media hora de la película, en el que el relato se entretiene en la descripción minimalista de los pulsos y aconteceres del personaje, utilizando el contrapunto de una serie de personajes satélite —la menor descarriada Anne (Isabelle Corey), el proxeneta Marc (Gérard Buhr), el joven acólito Paolo (Daniel Cauchy)— para ir edificando las señas de una vida interior, la del personaje, a través de una descripción en la que las metonimias a través de la presencia de objetos —esa máquina tragaperras que el personaje guarda en el armario de su habitación—, lo elíptico y lo sublimado terminan resultando más elocuentes que lo mostrado; y a través de esas milimétricas, geniales piezas de convicción entre lo psicológico y lo anímico Melville va afianzando una mirada de abierta subjetividad lírica, un lirismo que, como Antonio José Navarro describía en el recomendable estudio del cineasta publicado en la revista Dirigido por (julio-agosto de 2003, número 325), «tiende a manifestar su aversión hacia todo lo que nos rodea de modo inmediato, refugiándose en la contemplación del propio universo, miniaturizándolo a través de numerosos detalles visuales inquietantes, sórdidos o románticos». Al fin y al cabo, el “flambeur” aludido en el título original no define tanto a un jugador como a un apostador, matiz importante para desentrañar la densa miga dramática de este personaje del que el filme no pretende narrar tanto si gana o pierde cuanto su apuesta vital mayúscula, enfrentarse a la encrucijada de porfiar nada menos que contra su escepticismo existencial. Qué duda cabe de que la coda de ritualidad con la que Melville opta por articular la descripción del modus vivendi del personaje está llamada a desaguar, una década después, en el código ascético y perfeccionista del frío asesino a sueldo Jeff Costello (Alain Delon) en la monumental El silencio de un hombre (1967).•
   
     
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Características DVD: Contenidos: Menús interactivos / Acceso directo a escenas . Formato: 1.33:1, 4:3. Idiomas: Castellano, Inglés y Francés. Subtítulos: Castellano, Inglés y Portugués. Duración: 98 mn. Distribuidora: Universal Pictures Iberia. Fecha de lanzamiento: 16 de abril de 2009.

 

   
       
   

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