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Dies Irae
Vredens dag
     
    Director (es) : Carl Theodor Dreyer
    Año : 1943
    País (es) : DIN
    Género : Drama
    Compañía productora : Palladium
    Guionista (s) : Carl Th. Dreyer, Mogens Skot-Hansen, Poul Knudsen
    Guión basado en : La obra teatral Anne Pedersdotter de Wiers-Jensen
    Fotografía : Karl Andersson
    Decorados : Erik Aaes
    Vestuario : K. Sandt, Jensen Thomsen, Olga Thomsen a partir de las maquetas de Lis Fribert
    Música : Paul Schierbeck
    Montaje : Edith Schlüssel, Ane Marie Petersen
    Sonido : Erik Rasmussen
    Duración : 98 mn
   
     
    Thorkild Roose
Sophie Knudsen
Kirsten Andreasen
Harald Holst
Emanuel Jørgensen
Lisbeth Movin
Preben Neergaard
Anna Svierkier
Dagmar Wildenbrück
Sigurd Berg
   
   
    1623. La joven mujer del pastor Absalon Pedersson, Anne, esconde a la vieja Marte, perseguida por brujería. Una vez descubierta, suplica al pastor que la salve, pero éste se preocupa más por la salvación del alma de la vieja que por su vida y la entrega al juez Laurentius. La vieja es torturada y se le condena a morir en la hoguera mientras un coro de niños canta el Dies Irae. Mientras, la joven esposa del maduro pastor, hija a su vez de una mujer sospechosa de practicar también brujería, mantiene relaciones amorosas con el joven Martin, hijo del primer matrimonio de Absalon Pedersson, bajo la suspicaz mirada de la suegra que la detesta profundamente.
   
   
   

MALDICIONES
 
Por Sergi Grau
Realizada en 1943 en Dinamarca, Dies Irae merece ser considerada una de las piedras angulares de la filmografía del maestro Carl Theodor Dreyer. El cineasta danés ya llevaba un cuarto de siglo en el oficio y nos había legado obras tan magnas como Páginas del libro de Satán (1919), El amo de la casa (1925), La Pasión de Juana de Arco (1927) y Vampyr, la bruja vampiro (1932). Con esta Vredens Dag, quellegó tras unos años de paréntesis creativo, Dreyer llevó a otro terreno muchas de las improntas creativas que habían caracterizado las obras precedentes, y perfeccionó el estilo que perpetuaría en sus obras posteriores, de Dos Seres (1944) a Gertrud (1965), que fue su última película. Estamos hablando de marcas de estilo ya estudiadas en las obras previas, y que aquí cuajan de una forma muy personal: el estudio del rostro humano, la austeridad escénica, todo ello en correspondencia con la majestuosa precisión en el encuadre y los leves y estudiados movimientos de cámara, así como de la meticulosidad en la composición fotográfica (de reminiscencias pictóricas heredadas principalmente del pintor danés Vilhelm Hammershøi, aunque los analistas han visto otras referencias, a Rembrandt, a Vermeer, a Frans Hals…), unas luces y sombras que ensortijan a los personajes en cada escenario y desnudan gradaciones emocionales. Realmente, es una obviedad recomendar el visionado de Dies Irae a cualquier amante del cine, bastaría con mostrar tres o cuatro planos a los rostros de cualquier protagonista para dejar patente la inconmensurable riqueza cinematográfica de la obra.
El filme, adaptación realizada por Dreyer de la obra teatral Anne Pedersdotter, publicada en 1906 por el autor noruego Hans Wier-Jenssen, está inspirada en personajes y acontecimientos reales que tuvieron lugar en una pequeña parroquia danesa a finales del siglo XVI. El contexto de la obra es la tristemente célebre caza de brujas que se generalizó en Europa (después llegaría a América) a finales de la Edad Media y durante la Edad Moderna. Vemos, pues, que Dreyer incide en un tema que ya desarrolló en Pasión de Juana de Arco (personaje a quien, recordemos, un tribunal inquisitorial inglés condenó por hechicería a ser sacrificada en la hoguera), y, como en aquel caso, por diferentes que sean las premisas de los relatos, Dreyer extrae un relato de profunda hondura en su aparato psicológico; allí encauzado en la particular visión de lo hagiográfico; aquí, en severas meditaciones sobre el hombre frente al hecho (y contexto) religioso(s). En la premisa argumental de esta Dies Irae, Absalom, un provecto sacerdote viudo, promete a una mujer condenada a muerte por brujería que salvará a su hija Anne de la pira (pues según la ley, las descendientes de las brujas también deben arder ser sacrificadas) a cambio de casarse con ella. Meret, la anciana madre de Absalom, desaprueba el matrimonio. Martin, el hijo de Absalom, regresa a casa para conocer a su madrastra (a la sazón, más joven que él), y se enamora de ella, iniciando una relación prohibida. Al mismo tiempo, otra anciana acusada de brujería, Marte de Herloff, sabedora del pacto que Absalom rubricó con la madre de Anne, le amenaza con hacerlo público, y aunque no llega a cumplir su amenaza, sus últimas palabras antes de ser calcinada retumban contra el sacerdote como una maldición…
   Dreyer fue uno de los primeros cineastas (también, junto a Robert Bresson, el mejor) que comprometieron su discurso con sus convicciones religiosas —enraizadas en la tradición judeocristiana—, y que abordaron con valentía y espíritu crítico su visión particular de lo teológico. En la construcción de este particular kammerspiel, dibuja un entorno sombrío, una paisaje espiritual tan rígido como desolado, y que arrastra a los personajes a un infausto destino (del alma: baste ver la resolución de la obra para comprender que a Dreyer le interesa mucho más esa vis espiritual que su materialización física; por lo demás, entendido lo primero, resulta fácil deducir lo segundo). Cuando Paul Schrader relacionó del cineasta danés con Yasujiro Ozu y Robert Bresson en su famoso ensayo sobre el estilo trascendental en el cine, muchas de sus formulaciones están expuestas en esta Dies Irae, relato en el que, a pesar de la impecable reconstrucción del contexto histórico en el que los personajes se mueven (o de las fórmulas expresivas, v.gr. esa noche de tormenta), ello importa mucho menos que la definición de las motivaciones concretas de cada personaje y la interacción de las mismas, definición en la que el autor se halla siempre por encima de los personajes (esto es, aborda cada retrato sin juzgar, sin tomar partido) y se limita a observar (en realidad, capturar) sus miedos, sus rencores, sus sentimientos de culpa y lucha por la expiación, su inocencia maculada, su personalidad condicionada por las convicciones religiosas. Pero al negarse Dreyer a asumir puntos de vista (o, si prefieren, a mostrar preferencias por unos personajes por encima de otros) lo que logra es densificar los conflictos y enriquecer la narración, pues en Dies Irae cada personaje tiene sus razones y justificaciones. Incluso el hálito sobrenatural que informa buena parte de esas razones y justificaciones (la superstición religiosa como coda de comportamiento) está perfectamente enunciado.
   Sentado lo anterior, puedo proponer unos pocos ejemplos que ilustran la sublime escenografía de Dreyer en el sentido descriptivo de cada uno de esos personajes, el modo en que se extraen portentosos réditos dramáticos de los efectos de la luz, de las angulaciones de la cámara, de los primeros planos. El primer personaje que aparece en el filme, Marte de Herloff, es la imagen de la victimización, ello revelado en la secuencia de la tortura (la imagen patética de su torso desnudo, que la cámara alterna con el del corro de eclesiásticos y jueces que asisten a su tortura impertérritos), pero también, sin ir más lejos, en el largo plano-secuencia que encabeza el filme, en el que un un lento movimiento de cámara nos muestra cómo huye de su casa cuando está a punto de ser capturada con la acusación de brujería (aquí también se plantea la riqueza descriptiva que Dreyer extrae de la pista de sonido, de lo diegético: mientras Marte se prepara para marchar escuchamos las voces de la muchedumbre que va cerrando el círculo entorno a su morada, las campanas con la que se identifica esa orden de busca y captura,…). Absalon carga con el peso de la superstición erigida como culpa, fruto del maridaje con Anne que él mismo forzó y que ahora se tambalea; y su madre, a priori el personaje más antipático de la función (con ese ceño permanentemente fruncido, aunque después también muestre compunción), en el fondo no hace otra cosa que revelar el auténtico pathos que atraviesa el relato: el peso de esa superstición que deriva en ese fatum terrible. Reveladoramente, el filme cruza en diversas ocasiones (recurriendo a montajes encadenados) los actos de Absalon y su madre con los de Anne y Martin: diversas secuencias muestran el romance de los jóvenes amantes, siempre en un fondo de naturaleza –con planos que se entretienen en mostrarnos la belleza de la fronda, subrayando su lozanía, opuesta a la senectud de los otros dos personajes–, y mientras avanzan las secuencias de sus escarceos amorosos, por corte vemos a Absalon estudiando su dolor en soledad, a Absalon asistiendo abatido a un moribundo, o a la madre de Absalon velando a su hijo difunto a la luz de las velas…
   Toda esta arquitectura de actos y sentimientos límite erigida a través de planos cerrados sobre cada personaje alcanza su cénit cinematográfico en los estudios de composición que Dreyer efectúa del personaje clave de la función, Anne (Lisbeth Movin). Aunque resulta imprescindible citar el antológico plano que cierra la función (por la inconmensurable labor de director y actriz, por su aterradora conclusión del relato, y por su culminación del agrio alegato que Dreyer efectúa contra la intolerancia), debe decirse que Dreyer extrae de la actriz un inacabable espectro de emociones que van de la explosión sexual (el brillante plano-secuencia en el que la cámara nos muestra que, mientras afuera arrecia la tormenta, Anne cierra las puertas, mira libidinosamente a Martin, y le ofrece la butaca de su padre) al miedo (la secuencia en la que espía a los niños que ensayan la pieza musical que interpretarán en el momento del sacrificio de la bruja Marte, y la cámara, asumiendo su limitado ángulo de visión, muestra las sombras de la mano del orquestador sobre el atril, que termina con un puño cerrado y el dedo índice en alto, amenazante…), de la rabia desatada (la última discusión que mantiene con Absalon, abordándole incluso físicamente) al horror (el instante en el que atestigua, desde una ventana, el sacrificio de Marte).
   Buena parte de la crítica calificó la película en su día como una alegoría sobre la ocupación nazi de Dinamarca, aunque también es cierto que muchos analistas la recibieron con frialdad, o hasta con acusaciones de artificiosidad (entre ellos cabe citar a André Bazin). También debe mencionarse que el público la despreció, porque en aquellos tiempos de horror en media Europa la gente sólo buscaba en los cines diversión y vías de escape. Pero Dreyer, como siempre, no trató de conjugar sus intereses con las apetencias de un determinado público (ni crítica) de una determinada época, afianzando ya entonces su consideración de director comprometido únicamente con su obra, y afianzándose, con la mejor perspectiva crítica que deja el paso del tiempo, en uno de los más personales y grandes realizadores de la Historia del Cine.•
   
       
   

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