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Alejandro el Magno
Alexander the Great
     
    Director (es) : Robert Rossen
    Año : 1956
    País (es) : USA
    Género : Histórico-Drama
    Compañía productora : Robert Rossen Production para United Artists
    Productor (es) : Robert Rossen
    Compañía distribuidora : CB Films
    Guionista (s) : Robert Rossen
    Fotografía : Robert Krasker en Technicolor y CinemaScope
    Director (es) artistico (s) : André Andrejeff
    Vestuario : David Ffolkes
    Maquillaje : David Aylott
    Música : Mario Mascimbene
    Montaje : Ralph Kemplen
    Montaje de sonido : Gerry Hambling, Stan Hawkes
    Efectos especiales : Cliff Richardson
    Ayudante (s) de dirección : Bernard Vorhaus
    Duración : 141 mn
   
     
    Richard Burton
Fredric March
Claire Bloom
Dannielle Darrieux
Harry Andrews
Marisa de Leza
Stanley Baker
Michael Hordern
Peter Cushing
Barry Jones
Robert Rossen
   
   
    Grecia, 356 A. C. Filippo, convertido en uno de los guerreros más respetados de Macedonia, recibe la noticia de que acaba de ser padre. Para mayor orgullo, Filippo se congratula de que su primogénito sea un varón, al que de mutuo acuerdo con su esposa Olimpia, lo bautiza con el nombre de Alejandro. Pero ninguno de los progenitores podría imaginar que Alejandro se convertiría apenas cumplida la mayoría de edad en un guerrero capaz de liderar la conquista de varias naciones situadas en el norte de África, Asia y el sur de Europa. A petición de su padre Filippo, Alejandro inicia su escalada de poder gobernando la ciudad de Phelas. Debido a que su principal objetivo es conquistar el mayor número de territorios posibles y derrotar al ejército persa, Alejandro evita comprometerse con Barsinia, la joven que ilusiona a Filippo para que se case con su hijo mientras el ya veterano guerrero mantiene una relación sentimental fuera de su matrimonio tras librar una importante batalla en Queronea. Para llevar a cabo esta relación, Olimpia se ve forzada a renunciar a su condición de reina, circunstancia que enfrenta inevitablemente a Alejandro con su hasta entonces admirado progenitor.
   
   
   

EL PODER DE LA CONQUISTA
 
Por Ignasi Juliachs
La realización de péplums y kolossales, con honrosas excepciones, era habitual que dejara a sus responsables en la cuerda floja. Había algo en la concepción general de los mismos, en sus clichés establecidos, en la propia exigencia de un género que en los 50 y 60, con todo y la renovación, todavía era muy deudor de unos parámetros fijados desde el origen del cine, nacido precisamente con estas temáticas “protobíblicoespectaculares”, que lindaba con el ridículo. Naturalmente, no contribuía a mejorar la situación el código Hays, una moralina cristiana aún cargante, ciertos criterios de puesta en escena y vestuario harto cuestionables para esos tiempos históricos, y la suposición algo prepotente de que, al ser un género popular y considerarlo aleccionador e, implícitamente, adoctrinante, había que tratar al público suponiéndole ingenuidad, poco espíritu crítico, y hasta ignorancia supina. Objetable llega a ser el mismísimo William Wyler y su inmenso Ben Hur, pues como todos sabemos, pese a secuencias memorables, y una puesta en escena verdaderamente dantesca y espectacular, arrastraba una carga de partida: el novelón de Lee Wallace, alguien curiosamente no particularmente creyente. Todo un Robert Aldrich, nada sospechoso de ser un conformista, erró con su Sodoma y Gomorra, en la que, pese a un enfoque más neutro, casi más centrado en las condiciones laborales en la mina de sal, le resulta imposible eludir determinados elementos bíblicos inyectados en moralina, sin omitir una puesta en escena grandilocuente de cartón-piedra vergonzante. Pocos péplums y/o kolossales alcanzan el nivel maduro y la solidez en todos los aspectos de Espartaco (1960), de Stanley Kubrick, donde lo religioso queda muy en último lugar, y la puesta en escena, para la época, responde a criterios históricos próximos al realismo, en lugar de los almidonados, idealizados, inexactos y asépticos criterios del Hollywood tradicional. Así pues, Robert Rossen, un realizador en cuyo background se cuentan films contundentes y redondos, como El buscavidas (1961), El político (1949), y Cuerpo y alma (1947), amén de ser guionista de títulos como La fragata infernal, Un paseo bajo el sol, y El extraño amor de Martha Ivers, no se salvó de la quema. Rossen, responsable también del guión, demuestra con todos esos títulos tener gran capacidad para trabajar con precisión de entomólogo a los personajes, para cincelar sus complejos mundos internos hechos de lucha por lograr la plaza en el mundo (un rasgo autobiográfico), y sus dramas. Ciertamente, Richard Burton alcanza a reflejar, permite intuir, la infancia extremadamente tensa de Alejandro: el film atribuye tal tensión al matrimonio roto de sus padres (Filipo y Olimpia se odian a muerte), al intento de ambos cónyuges por apropiarse del hijo, a la obsesión de la madre por imbuir al mismo de predestinación divina (aseveraba, según recogen fuentes clásicas, que Alejandro era hijo de Zeus, aunque es muy probable que el propio Alejandro, de mayor, fomentara tal habladuría), al considerarlo acreedor de un devenir propio de gigantes, a la creciente desconfianza del padre que por momentos ve a Alejandro como un enemigo que le arrebatará la corona con conspiración de la propia Olimpia, al tiempo que asimismo obsesiona al vástago con la largamente anhelada campaña para hacerse con Persia… a todo ello, más la educación que recibe de Aristóteles, se pretende que la consecuencia sea ese carácter determinado, iluminado, inflexible que Burton se encarga de hacer explícito.  Curiosamente, el propio Charlton Heston, que luego caería de bruces al intervenir en Ben Hur, se negó a encarnar al líder macedonio argumentando precisamente lo delicados que eran los péplums.
   Efectivamente, diríase que Rossen se siente en la obligación de exponer, en cierto modo, todo cuanto ha recogido de las fuentes clásicas, lo que claramente le embarga en un discurso que con frecuencia se hace confuso. También es verdad que el film había de durar más de tres horas, y que los productores y distribuidores, Arthur Krim –defensor de izquierdosos- de United Artist a la cabeza, le obligaron a reducir metraje hasta las dos horas y once minutos. Rossen tuvo libertad plena en el rodaje, pero no así en la postproducción. El director declaró: “En tres horas, es mejor película justamente por una razón: explicita los varios remordimientos que atormentan a Alejandro para con su padre de modo particular. Por ejemplo, su persecución de Darío.” Diríase que Rossen aplica criterios próximos a Freud: Darío deviene para Alejandro una especie de alter ego de su padre, alguien a quien temer y al tiempo superar y eliminar. En un par de ocasiones, se refleja ese penchant parricida: en la Batalla de Queronea contra los atenienses, hay un momento en que Filipo está a punto de morir asediado por unos soldados; Alejandro puede evitarlo rápidamente, pero se lo piensa un poco antes de actuar, lo que no pasa desapercibido por su padre. Una segunda ocasión deviene definitiva: Pausanias, amigo de Alejandro, inducido sibilinamente por Olimpia y agraviado por Filipo, se prepara para asesinarlo en público. El joven macedonio, que ya ha sido advertido por su madre de que debe ir con ojo pues el nuevo hijo de Filipo puede quitarle el trono, lo ve y no hace nada para impedirlo, aunque luego, hipócrita, mata inmediatamente al asesino.
  El director echa a faltar en la versión final mayor contexto de esa caza del rey persa, y otros elementos de psicología, de relaciones personales y políticas, además de ciertos diálogos, imágenes cargadas de significado, partes de escenas y secuencias enteras, que se sacrificaron. Al parecer, Richard Burton aceptó el papel precisamente tras leer un guión que finalmente no fue.  
  Sea como sea, Rossen no alcanza a salirse del todo airoso del sinnúmero de aspectos, tanto personales, como históricos, que connotan el relato que tiene entre manos. Acaba por tenerse la sensación de asistir a una serie de escenas estancas que recogen con demasiada verbosidad explicativa todo aquello que se supone se debe decir en un examen sobre el mundo heleno. Un par de aspectos quedan claros en el metraje: la paradoja de que cuanto más rechaza el hijo al padre y sus errores, más se parece al padre y comete los mismos errores: el progresivo endiosamiento del líder que acaba por estar solo, pues como le dice Filipo en cierta ocasión, mandar connota la soledad, dado (y Alejandro lo vive en propias carnes) que los habrá que cuestionarán y/o pretenderán arrebatar el poder; el descontento parcial o total va inherente con el cargo con independencia de la bondad de quien lo detenta. Es la soledad del gobernante, y acaso el sendero hacia la paranoia y la locura. Por otro lado, la idea panhelénica (unión de toda Grecia) y luego panuniversal (fusión de todas las tierras y pueblos conquistados bajo una unidad que ha de devenir el mundo ideal, un paraíso ejemplo de igualdad y fraternidad) la hereda de Filipo, acaso no tan tosco como aparenta.
  La cinta se divide claramente en dos partes. La primera, quizá desproporcionada, teniendo en cuenta el metraje final, se centra casi en exclusiva en los conflictos y conspiraciones familiares. Olimpia ve con mal ojo que Filipo decida tomar nueva esposa que alumbra vástago igualmente aspirante al trono, pues el recién nacido obstaculiza que su hijo ascienda al trono y ella pueda mandar a través de él; sin embargo es inverosímil que Filipo no manifieste sospecha respecto a si es o no padre de Alejandro máxime cuando su madre se pasa el día aseverando que el padre es Zeus. A la vez, en este primera parte también se atiende la unificación de Grecia a la que es fervientemente contraria Atenas, que tardará en doblar la rodilla y a la que se sospecha detrás de otras conspiraciones.
   La segunda parte, forzosamente mermada, atiende la conquista de Persia y la caída de Darío III, quien tras huir de la célebre Batalla de Gaugamela, resulta asesinado por sus propios generales, allanando el paso de Alejandro hacia Oriente. También se atiende la expansión del joven basileos hasta la India, aunque se pasa de puntillas por tal proeza así como por el demoledor retorno a Babilonia, al punto que no se vislumbra escenario explícito ni las gentes propias de tales latitudes. La secuencia final resulta del todo insatisfactoria, con la boda de la hija de Darío III, bautizada Roxana, con el macedonio, tras lo cual, como símbolo de la gran unión de razas y culturas, Grecia y Persia, pasan a formar igualmente matrimonios mixtos varias decenas de griegos y persas, en un travelling y con un mensaje que mueve a risa. Acto seguido, Alejandro se muere en ese mismo escenario, un tanto porque sí, porque toca (un cansancio repentino) lo que nos deja atónitos y sin palabras, tal es el desparpajo con que se da carpetazo al asunto.
   Diríase que Rossen no está en su elemento, pese a que la cinta no deja de ser una reflexión en torno al poder, las traiciones de familiares y amigos y, en definitiva, la inevitable soledad consecuente; como Elia Kazan, diríase que se justifica al quedar marcado como delator de compañeros comunistas en la Caza de Brujas. No hay rigor histórico. La Batalla de Gaugamela, que Oliver Stone recoge en su versión con mayor acierto aunque igualmente objetable, no responde en modo alguno a lo que fue en lo que atañe a tácticas.
  No nos extenderemos en el uso de calles y edificios maltrechos de pueblos de la España profunda del momento haciendo las veces de localidades griegas ¡del siglo IV antes de Cristo!, ni del descarado uso de castillos medievales castellanos haciendo las veces de fortalezas y almenas de las mismas. Da qué pensar que al inicio del film se agradezca a las distintas poblaciones de España, amén del ejército por proveer la masa soldadesca, su contribución al rodaje. Cuando vemos a Alejandro avanzar por las calles de Pella o de cualquier otra ciudad, y se adivinan construcciones de piedra toscas y calzadas abruptas, llenas de rocas, sin empedrado alguno, podemos darnos cuenta del estado empobrecido de la España de los 50. Entonces, el agradecimiento se nos antoja malévolo, con independencia del anacronismo del film, que abunda en el poco rigor histórico en lo concerniente a la reconstrucción de época, donde sus escenarios claramente no encajan con la Grecia del momento.
   Lo referido a edificaciones alcanza el cénit cuando se recrean arquitecturas griegas. Ya no se trata de que el film persista en que las construcciones griegas se hacían permanentemente en mármol blanco (sabido es que arquitrabes, frisos y columnas, con sus capiteles, se pintaban con colores llamativos de arriba abajo), sino de denunciar toda falta de atención al verismo. Se percibe perfectamente que se trata de estructuras de cartón-piedra prestas a derrumbarse con cualquier soplo mediano. Tampoco los interiores macedonios resultan convincentes, más próximos, en su estrafalaria mezcla, a las pesadas y aún toscas estructuras minoicas. Pero lo más escandaloso es la presencia de esculturas (animales y figuras hieráticas) propias de época Arcaica en un momento en que, tras la excelencia de la escultura clásica del siglo V, se está en pleno helenismo, con unos logros escultóricos que siguen pasmando hoy en día; ni una sola de esas espléndidas esculturas de verismo extremo, aunque aún idealizado, se perciben en el film.
   Capítulo aparte es el vestuario. No ahondaremos, aunque merecería reflexión, en que los atenienses se paseen en toga todo el santo día. Pero donde se alcanzan cotas de ridículo extremo es en lo que atañe al ejército persa: esas prendas de rojo o amarillo saturado, adornadas con topos floreados, desde el gorro frigio hasta los pies, clamaban al cielo ya en la época. Sin duda preside un criterio facilón que se confunde con la vistosidad y la espectacularidad propios del “Kolossal” de los años 50, en cinemascope y technicolor, pero que sacrifica toda verosimilitud y tino. Hay secuencias en que el vestuario alcanza a tener el aroma propio del Renacimiento tan “impropio” cuando se aplicaba a los filmes artúricos. Cabría aquí poner el acento sobre un aspecto concreto del uso del color en los ropajes chez Rossen. Varios personajes usan prendas del mismo color durante todo el metraje, por ejemplo el Memnón de Peter Cushing siempre luce un verde intenso. Puede que sea un recurso ingenuo, que trata al público de ignorante, pero lo cierto es que tal proceder contribuye a fijar determinados personajes secundarios que son muchos y algunos trascendentales. Claro que ello abre otro extremo, esto es la incapacidad de Rossen, a la luz de lo visible, para articular un relato diáfano y equilibrado donde los personajes queden fijados.     
   A esto, cabe añadir que los actores, excelentes en su mayor parte: Richard Burton, Claire Bloom, Fredric March, Danielle Darrieux, Barry Jones, Stanley Baker, Peter Cushing, Michael Hordern…, llevados de un criterio que cabe suponer trasciende los del propio Rossen, y se encasillan en lo que debía ser un péplum kolossal en los 50, declaman antes que hacen naturales los diálogos. El resultado es de una teatralidad hoy en día no aceptada, dado el poco valor que se da a la trascendencia trasnochada, que limita el savoir faire de los thespians,y que acaso mueva a sonrisa malévola entre el público actual, dada, además, una grandilocuencia que en inglés ya tiene un aroma anticuado, pero que en castellano adopta un tono cervantino del todo hilarante.  
   Es curioso constatar que Hollywood, a aquellas alturas ya muy maduro en otros géneros, comedias y dramas, seguía siendo muy rígido al abordar la historia europea, particularmente la de la Edad Antigua, que naturalmente planteaba, y plantea, problemas de todo tipo, al desconocer apropiadamente muchos pormenores referidos al comportamiento, la vida doméstica, la vida de las castas gobernantes, y otros referidos a vestuario y arquitectura e interiorismo.  
   Si el film de Rossen no se atreve siquiera a insinuar que Filipo sospeche si es el auténtico padre de Alejandro, menos todavía hace el menor subrayado acerca de la probable bisexualidad del héroe. Es cierto que la en ocasiones irrisoria imagen que Burton ofrece, con túnicas cortas de blanco y dorado, o con una armadura blanca más propia de tiempos romanos que helénicos, más ese peinado con ricitos también dorados, puede sugerir al espectador atento ciertas inclinaciones, pero será Oliver Stone en su Alexander quien explicite en 2004 tal cuestión, aunque pase de puntillas, con un par de abrazos efusivos a su compañero desde la infancia y general de armas, Hefestión, una de las veces ante Roxana, que aquí no es la hija de Darío sino una bárbara con la que se casa, y determinadas miradas furtivas a un esclavo de Darío, Bagoas.
 Alejandro el Magno, quizá también por la época y los condicionantes, no puede constar entre lo más logrado de Rossen, con todo y ser evidente su esfuerzo por hacer un film digno y espectacular, en su etapa europea. Resonaba aún su triste papel ante el MacCarthismo y el film quería significar su “come back” por la puerta grande. No tuvo suerte. 
 
Oliver Stone, por comparación
 
Curiosamente, pese a tratarse de un film enteramente distinto, el Alexander  de Stone participa de unos cuantos extremos objetables ya encontrados en el film de Rossen. Diríase que la figura de Alejandro fascina a muchos pero hasta ahora nadie parece haber ofrecido un relato equilibrado que abarque todo y no se pierda ni mezcle nombres, batallas, y linealidad de los hechos. Efectivamente, Stone tampoco logra un relato diáfano, aunque cabe admitir que no hemos visto ninguna de la reediciones que el director ha efectuado para DVD y Blue-Ray, en las que parece haber alterado grandemente el discurso, quitado y añadido secuencias y, en definitiva, haber logrado remontar el producto en beneficio de lo que atañe a la claridad del relato. 
   Efectivamente, existen tres montajes más, además del conocido por todos: Un Director’s Cut de 2005, un Final Cut de 2007, y un Ultimate Cut de 2013. Los 175 minutos de 2004 fueron reducidos a 167 en 2005. Se eliminaron 25 minutos, y se añadieron 17 de secuencias y escenas eliminadas.Obsesionado con la materia, el Final Cut de 2007vio añadidos de nuevo los 25 minutos eliminados, a los que se añadieron 40 minutos más inéditos. La nueva versión sumaba 214 minutos.En 2013, a punto de celebrarse el décimo aniversario de la película, Stone atacó los 214 minutos dejando el metraje en 207 minutos, que asevera serán los definitivos.  Se asegura que esta versión, aunque aún lejos de la perfección, mejora substancialmente el producto. Retira el papel excesivo del viejo Ptolomeo (fundador de la dinastía egipcia de los Ptolomeos), compañero de armas en las campañas del basileos, quien como recurso que convertía todo el relato en un flash back, redacta sus memorias desde Alejandría, 40 años después del óbito del macedonio, lo que entorpece en ocasiones el relato. Asimismo, el metraje añadido permite entender y centrar mejor a todos los personajes principales, que en la versión inicial se apelotonan, dado que se pasa rápidamente a las campañas sin los intervalos necesarios para asentar la información. La secuencia en que se asesina a Filipo, al parecer, se adelanta substancialmente en el metraje, con un concepto más lineal, dado que en la versión original parece un pedazo insertado demasiado tarde para ayudar a entender las complejidades de Alejandro, y rompe la continuidad del momento.
   En lo concerniente a la bisexualidad del macedonio, superando los probables miedos, la cinta deviene mucho más explícita. Cuando el estreno, muchos griegos se sintieron ofendidos por insinuar tal particularidad, amen de ligas de decencia y otras entidades ancladas en el pasado.
   Con todo, tanto la cinta de Rossen como la de Stone, basada en gran medida en el libro Alexander the Great, escrito en 1970 por Robin Lane Fox, profesor en Oxford, adolece de notorias libertades para con la historia, y es fácil percibir que recogen los mismos diálogos, frases hechas y principales hechos que se vienen repitiendo desde que los autores clásicos Arriano, Diodoro de Sicilia, Curtio Rufo, y Plutarco, casi únicos biógrafos de Alejandro en la Antigüedad, los pusieron en circulación. Mayor anchura de miras hubiera sido deseable, cuando menos en Stone. Por poner un ejemplo, la célebre Batalla de Gaugamela (que con todo y ser más precisa que la de Rossen, tampoco ayuda demasiado a comprender las intenciones estratégicas del macedonio), no fue tan determinante como se pretende en la conquista de Persia. Las Batallas de Granicus e Issus fueron igualmente importantes, pues la conquista de Persia fue una suma de aún más batallas, escaramuzas y esfuerzos. La célebre Batalla de Hidaspes, en la India, aquélla en la que Bucéfalo, su caballo, se enfrenta rampante a un elefante, no fue una derrota macedonia; tampoco fue herido de flecha (lo fue en otra posterior en el Punjab), ni determinó el regreso tan largamente demandado por sus generales tras ocho años de combates. Por no celebrarse, no se celebró en un bosque, sino en una llanura, no a pleno sol, sino de noche, bajo una tormenta demoledora. Falta, como en Rossen, la ocupación del Asia Menor, Siria y Egipto, al principio de su empresa, y muchas otras cosas importantes en los diez años de expansión, la cual, aunque Rossen también lo apunta, en determinado momento se evidencia absurda y sin motivos convincentes para los generales, que tampoco ven bien el trato igualitario y ecuánime que Alejandro ofrece a los vencidos en detrimento de las prerrogativas que esperan para ellos.
   Un detalle: Se muestra a los persas como una bandada de soldados que avanzan sin orden ni estrategia, en contraste con lo bien dispuesto de la soldadesca griega, lo que no cuesta demasiado advertir que es del todo inexacto dado el poder del Imperio persa del momento.
   Es cierto que Stone logra una puesta en escena deslumbrante (la recreación de Babilonia es extraordinaria), con ayuda del CGI y de cuanto era posible virtualmente. Interiores y vestuario son altamente admitibles. Hay un uso de la cámara casi en permanente movimiento (lo que dinamiza la puesta en escena y el sentido de progreso visual), y se juega con acertada libertad y aplicación de los inexistentes primeros planos en la producción de los cincuenta. Aunque este extremo no nos parece precisamente una carencia del Kolossal, pues el primer plano tampoco era necesario dado que el producto se pensaba para las emergentes enormes pantallas y en absoluto para televisión, a la que se combatía.
   Se discute sobre lo adecuado de Collin Farrell para encarnar al basileos, pero no nos parece tan mala elección, amén de un teñido del cabello evidente. Se propuso a Leonardo DiCaprio para el papel, cuando el proyecto iba a dirigirlo Bazz Luhrmann. Por una vez, incluso Angelina Jolie está pasable, logrando una Olimpia más oscura y artera que la que ofrece Danielle Darrieux, aunque quizá sea criticable que madre e hijo sean de la misma generación (sólo hay un año de diferencia entre ambos actores). Con todo, en ambos filmes parece igualmente objetable el pobre tratamiento de personajes. Lo cierto es que acaban deviniendo esquemáticos.
   No cabe duda, como decimos, de que habrá que consultar las nuevas versiones de un Stone que ha demostrado haberse tomado el proyecto en serio.•
   
   
     
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ALEXANDER THE GREAT (1956)

Mario Nascimbene

DRG Records DRG32964, 1996. Incluye la banda sonora de Barrabás (1962). Duración total: 49:00.


COMENTARIO (Por Christian Aguilera): Cincuenta y siete años apenas de existencia alcanzarían para poco menos de una decena de largometrajes dirigidos por Robert Rossen, entre los que figura Alejandro el Magno (1956), su único acercamiento al género histórico, pero conectado temáticamente a través del personaje epónimo al grueso de su obra fílmica, incluída su labor de guionista. Tras esta actividad, no del todo reconocida, Rossen debutó a la par que lo haría otro guionista adscrito al studio-system, Joseph L. Mankiewicz. Apenas les separaba unos meses de vida de diferencia y poseían una similar mirada crítica sobre su país de origen. Ambos se profesarían una admiración mútua. Por ello no extrañaría que Rossen, ante la disyuntiva de requerir los servicios de un compositor europeo o un estadounidense para el comentario musical de Alejandro el Magno,se decantara por elegir al milanés Mario Nascimbene, quien se había amoldado a las demandas de Mankiewicz a la hora de confeccionar El compositor italiano Mario Nascimebene.la partitura de La condesa descalza (1954). Cierto que uno y otro film parten de presupuestos estilísticos y temáticos muy distintos, pero esta perspectiva, lejos de incomodar a Nascimbene en sus primeras incursiones en el cine norteamericano, le sirvieron de acicate para pensar que su música alcanzaría una resonancia internacional cumplidos los cuarenta años. Su background acumulado en sus años al servicio del cine transalpino apuntaba a su constante búsqueda de la experimentación, incapaz de plegarse a una ortodoxia compositiva que para Nascimbene sería sinónimo de estancamiento creativo. Resuelto a seguir por los mismos derroteros, Nascimbene vio la oportunidad de dejar su singular impronta para la columna musical de Alexander the Great en orden a favorecer un sonido “primitivo” que casa con el planteamiento basal aportado por Rossen al relato de Alejandro Magno (Richard Burton, años más tarde reclutado por el propio Mankiewicz para otra macroproducción de corte histórico, Cleopatra), donde asistimos a las luchas intestinas en el seno de una civilización “remota” en el tiempo, situada entre los siglo III y II A. C. El carácter megalómano de Alejandro le llevaría a conquistar nuevos dominios, enfrascándose en una serie de batallas, algunas de las cuales se representan en la gran pantalla a través del objetivo de Rossen. Inequívocamente, este flanco de la historia que apela a la épica en el campo de batalla debía tener justa correspondencia en el pentagrama por parte de Nascimbene, “enriqueciendo” para la ocasión a la orquesta de instrumentos “exóticos” provenientes del norte de África—concretamente Nigeria, de donde surgen los sonidos reproducidos por unos tambores, unos collares y unas calabazas recubiertas de hilos de perlitas, tal como indica el propio compositor en su autobiografía (1)— y de la tradición hebrea —el instrumento de viento con forma de cuerno llamado shofar, cuya particular historia se remonta al siglo IX A. C. —.   Primer encuentro de Nascimbene con las cintas épicas-históricas (con derivadas bíblicas), el compositor italiano encontraría nuevos argumentos para con el género en Los vikingos (1958), Barrabás (1962)—la edición de DRG Records de Alexander the Great  incluye un contenido con destellos de música electrónica—  y El Cid (1961), finalmente descartada por el productor Samuel Bronston, favoreciendo así de nuevo la contratación de Miklós Rózsa. Para esta primera piedra de toque, Nascimbene intuyó con la sola lectura del guión qué dibujo musical sería el más idóneo para un film de las proporciones de Alexander the Great —rodada parcialmente en España—. Algo que quedaría refrendado al visualizar el copión de la película en Londres para, a renglón seguido, proceder a la grabación en Roma de la banda sonora, asistido por su colaborador Franco Ferrara. Allí extraería todo el potencial posible a los instrumentos de metal, persución y de viento, el “tripode” sobre el que se sustenta el comentario musical de Alexander the Great, merecedor de la aprobación de Rossen, incluído el fragmento que iría ligado a la escena final. A tal efecto, Nascimbene señala en su libro de memorias que «en lugar de la habitual big band apoteósica que se esperaba (como hubiera hecho cualquier compositor hollywoodiense...) yo había previsto para el final un ritmo ligero de percusión sincronizado con los pasos de los compañeros que desfilaban ante el héroe muerto: según mi opinión, una solución extremadamente sugestiva, insólita que conjugaba perfectamente con el estilo del resto de mi música» (2).  Por tanto, un digno colofón a una partitura de singular relevancia por lo que concierne a la aceptación de la música de Nascimbene allén de las fronteras italianas y que demanda la edición en disco compacto con la integridad de la música escrita por el milanés, cercana a la hora de duración. De esta forma, nos permitiría ajustar si cabe aún más la valoración en torno a su contenido, a priori, estimada sobre un lienzo cinematográfico de tres horas de duración, pero reducidas por imperativos de producción a poco más de un par de horas. En su diatriba con los productores para hacer valer su creación artística también Rossen se asemejaría a Mankiewick, el cineasta que le enseñaría la puerta de entrada al conocimiento de la obra de Nascimbene, un “antropólogo” musical fallecido a los ochenta y dos años en la capital italiana.•

 

 

(1) Musico, malgre moi: Autobiografía de un músico de cine, de Mario Nascimbene. Fundación Municipal de Cine. Mostra de Valencia. Valencia, 1993.
(2)  Op. Cit. número 1.
   
       
   

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