
«
La persecución demanda un despliegue de recursos que en buena medida determina los alcances del oficio del cineasta. No se trata simplemente de usar edición rápida y mover la cámara con intensidad dramática. La mayoría de las secuencias de persecución que he visto en años recientes carecen de impacto visceral. Algunas son divertidas u ocurrentes, pero no existe una noción de espacio... En The French Connection, la persecución tiene un fin ulterior: expresar lo que pasa por la mente del personaje de Gene Hackman» (1). Palabras expresadas por William Friedkin, quien con anterioridad a The Fhench Connection (1971) había dirigido la insatisfactoria
The Birthday Party (1968), una dificultosa adaptación de
una claustrofóbica obra de teatro de Harold Pinter; el exuberante
burlesque The Night They Raided Minsky's (1968) y la osada —en su momento—
Los chicos de la banda (1970), pero había de ser 1971, cuando William Friedkin (1935) materializará
The French Connection (rebautizada en España
Contra el imperio de la droga) el primer éxito de su (a pesar de algunas voces que la infravaloran) interesante carrera cinematográfica. Y parafraseando a quien dice que: «
el tiempo es un juez tan sabio, que no sentencia de inmediato, pero al final acaba dando la razón a quien la tiene»
ya iniciado con un par de lustros el siglo XXI, el realizador natural de Chicago actualmente pasa por ser uno de los directores clave para explicar/teorizar el cine acaecido en Estados Unidos durante la década de los setenta y los ochenta del pasado siglo XX. La afortunada operación de
resucitar/remasterizar, haber sacado del ostracismo un film
maldito como
C
arga maldita (2), que casi le llevó a la ruina económica en 1977, año de su estreno, ha sido el acicate que ha conseguido renovar el interés por su obra entre la crítica especializada. No obstante, a pesar de ese reconocimiento que se le está brindando ahora, producido en parte también gracias a la realización de dos interesantes trabajos —cuyos guiones nacen de la pluma del popular autor ganador del
Pulitzer por
Agosto, Tracy Letts—,
Bug (2006) y sobre todo la sórdida y totalmente reivindicable
Killer Joe (2011), lo cierto es que
"el salvaje Billy" —por su temperamental carácter— siempre se ha caracterizado por dotar a sus trabajos de un estilo y un enfoque muy especifico. A saber: un realismo sorprendente. Violencia seca y contundente. Y un dibujo de personajes, normalmente ambiguos, que se mueven siempre al filo de la navaja. Y
The French Connection por su realismo, por su violencia, por la ausencia de maniqueísmo y por la modernidad de su puesta en escena, se erige como elemento básico en la revolución del
thriller urbano que empezó a producirse germinada la década de los 70.
Un thriller enérgico
Siendo conscientes que de partida, únicamente nos encontramos ante un film de acción y/o suspense, ¿qué razones existen para que un ejercicio de ese tipo, con una legión ingente de efectivos títulos precediéndole, se eleve y marque tendencia sustancialmente por encima de la media? Sencillamente porque
The French Connection es un logro electrizante. Adjetivo conseguido por la alta tensión que

consigue reformular en una ecuación que se transmuta en una suerte de colisión dramática, al barajar procedimientos semidocumentales (rodar siempre que sea posible en lugares reales, haciendo uso de la cámara en mano, alentando con ello el desarrollo del movimiento, permitiendo a Friedkin y al operador Owen Roizman alcanzar algo que podemos denominar como
cine directo) además de, un original tratamiento de los personajes que es cualquier cosa menos maniquea. En
The French Connection los traficantes que delinquen en sus imágenes, no son en absoluto demonizados por los responsables de la cinta. Alain Charnier (un Fernando Rey que se quedó con un papel que iba para Paco Rabal) se nos muestra amable y gentil en todo momento, un perfecto y maduro
gentleman atentamente enamorado de su joven pareja, contraponiéndose a unos policías que están a años luz de erigirse en los héroes perfectos del género. Friedkin los sitúa al borde de la ruptura. Sin apenas vida privada y con la cabeza hundida en un mundo en el que sus propios demonios les acechan. Jimmy
Popeye Doyle (impresionante Gene Hackman) y Buddy Russo (efectivo y equilibrado Roy Scheider) son
hermanos de sangre de los Steve Burns (Al Pacino) de
A la caza (1980) y Richard Chance (William Petersen) de
Vivir y morir en los Ángeles (1985) que les tomarán el relevo posteriormente en el universo del director de
El exorcista (1973). Doyle, el tipo de personaje que le agrada a Friedkin es violento, inestable, alcohólico y "hierve" en cada secuencia. Su personalidad, su lado oscuro/sucio (no casualmente ese mismo año nació para el cine
Dirty Harry de la mano de
Don Siegel) contribuye en gran medi

da al éxito y la originalidad del film. A pesar de la loabilidad de su cruzada contra el narcotráfico, se ahoga en una rabia ciega que con el tiempo le hace olvidarse del verdadero sentido de sus motivaciones, condenándole al vacio y la oscuridad. La última secuencia del film es talmente significativa: concluye con Doyle como un personaje maldito; tras matar accidentalmente a un compañero policía, se nos queda obcecado e impotente y por tanto, encarcelado en su propia violencia. Con ese caracter (de rechazo) en ciernes, la virtud del guión de Ernest Tidyman es obligar al espectador a identificarse con un sujeto intolerante y obsesivo, cuyas acciones son cada vez más cuestionables. Y ahí radica el éxito de las intenciones del cineasta; con esa premisa, ya está Friedkin subvirtiendo (revolucionando) las convenciones genéricas. Yuxtaponiendo personajes amén de estructuras. La soleada Marsella contra el sórdido Brooklyn. «
Brooklyn está inundado de tipos que tienen tienduchos, dos coches y les gusta ir a clubs de strptease». En Francia, con el límpido azul del Mediterráneo como telón de fondo, Charnier trama un discreto plan para pasar heroína de contrabando a los Estados Unidos, persuadiendo a un famoso actor televisivo francés. Mientras tanto, en América,
Popeye y Russo, persiguen y atrapan a delincuentes, con peligro de su vida, ante armas blancas, entre contenedores de basura y callejones
decorados con la marca del deterioro urbano; desamparados y
sufriendo mucho frio como comprobamos en los planos que van de sus manos a sus pies. Incluso ni las humeantes tazas de café que van tomando para combatir las misiones

de vigilancia, les ayudan a remitirlo ya que durante las largas horas de espera, el café se enfría también. Tales confrontaciones, la realidad de esos policías escondidos en un portal, con miradas perdidas (obsesionadas) hacia los escaparates de un Nueva York invernal, mientras van siguiendo a los sospechosos, contrastan con esos interiores cálidos, ocres, donde Charnier cena ampulosamente con sus invitados y/o secuaces. La génesis del film cabe buscarla en la adaptación llevada a cabo por Ernest Tidyman de una novela de Robin Moore a raíz de una recomendación que Howard Hawks le hizo al propio Friedkin tras ver
Los chicos de la banda. «
El público no quiere historias sobre los problemas de la gente o cualquier otra mierda psicológica, lo que quieren son historias de acción». Tras esta sugerencia, el director y el guionista de
Infierno de cobardes (1972) confeccionan un guión extraído de los hechos reales que narra Moore en su libro. Un guión sustentado por un enfoque de realismo y autenticidad como se puede comprobar por ejemplo en algunos de los
persuasores interrogatorios que se llevan a cabo por parte de los dos policías o por las redadas a lugares/bares sombríos de la geografía de Brooklyn. Friedkin tanto en esos instantes como en los que dan pie a la conexión francesa no duda en llevar a cabo largas secuencias donde otro director las hubies

e realizado de otro modo para acelerar el ritmo de la película. Hasta ese momento, rara vez se había visto en un
thriller la utilización de esa mecánica cinematográfica cuya firme voluntad es la de atenerse con detenimiento a la verdadera realidad y al sentimiento personal de lo que se está narrando.
La cámara al hombro. Una banda sonora de Don Ellis capaz de jugar con los tempos y los tonos. Los exteriores (de paisaje natural) y los interiores, así como los extras (voluntarios y accidentales del entorno) amén de la labor de todos y cada uno de los intérpretes principales. Factores perfectamente armonizados que de la mano de Friedkin alcanzan una importancia fundamental para que el espectador, su sensación, sea la de pasearse por las luces y las sombras de Marsella o transitar (y correr, correr mucho) los bajos fondos del barrio americano, topándose frontalmente con la droga y sus traficantes, además de los policías o matones de poca monta. Esa preocupación de alcanzar realismo, de noción de autenticidad, retratando las cosas y a las personas que las llevan a cabo tal como son, sin demonizar ni glorificar, le otorgan al film un aliento genuino, único.
La referencia de
Z (1969), principal fuente de inspiración de Friedkin para
The French Connection, orquesta un original enfoque que se ha de ver en films posteriores. Por poner un ejemplo,
Sidney Lumet debió fijarse en
Contra el imperio de la droga y añadir el componente humano del que adolece el film de Friedkin en películas como
Sérpico (1973),
Tarde de perros (1975),
El príncipe de la ciudad (1981),
Distrito 34: corrupción total (1990) o
La noche cae sobre
Manhattan (1996), sin olvidarlos de: en primer lugar de
French Connection II (1975), en la que su realizador
John Frankenheimer tomando como base el film germinal, y como muy bien apunta Christian Aguilera «
French Connection II
se aparta de los elementos que definían el estilo de su predecesora. Si Friedkin se acercaba a los límites del documental, Frankenheimer opta por hacer cine de género. Por ello mismo, esta secuela discurre por otros caminos y no ve la necesidad de captar los esquemas de la anterior para lograr poseer personalidad propia»
(3), y en segundo, de la reivindicable
Los implacables, patrulla especial 7 (1973). Una lista ejemplar de películas (a todas luces insuficiente al no mencionar otras de similar trascendencia) donde el
pathos que todas tienen en común es de la Violencia (con mayúscula). Y ahí radica la capital importancia de
The French Connection. A partir de ella y de las derivaciones de ese aspecto; del particular y pionero tratamiento que de la Violencia hace el director de
The Hunted (2002). Con una manera frontal (desnuda) de filmarla, así como su consecuencia final que normalmente se convierte en la muerte, no residiendo dramáticamente en el hecho de ser reflejadas ambas (violencia=muerte) tan sólo como un efecto/recurso visual. Se va más allá. Porque Friedkin, y sus personajes, están fascinados por la destrucción, por la desestabilización que comporta esa muerte. Es más, les atrae sobre manera el efecto de la violencia en su incidencia sobre la relación de los personajes, aunque ello conlleve su propia autodestrucción. Tanto
Popeye como el Chance de
Vivir y morir en los Ángeles consiguen dar la sensación de que viven en un mundo vacio, violento, ese mundo al que aludimos constantemente y que a la postre, ello no solo se percibe en su entorno, sino también en su propio interior.
Por tanto, los méritos de
The French Connection devienen en general notables e

incluso sobresalientes. La persecución automovilística con la vista puesta en
Bullit (1968) y anticipándose a la de la referida
The Seven-Ups,es talmente extraordinaria. Con la cámara en el interior del vehículo, editando imágenes con precisión, confiriendo inusitado realismo tanto a las colisiones que si se producen realmente como a las que se intuyen, convierten a la secuencia en todo un referente, por espectacular y realista, del Séptimo Arte. No obstante, no podemos quedarnos únicamente con ese momento porque el "
genio" de Friedkin se "trasluce" en otras secuencias de igual fuerza y calado dramático como la mencionada del final de la película, en el almacén donde esta concluye. En ella, magistral, Friedkin remata su visión pesimista sobre un mundo oscuro pleno de perdedores, ya sean policías o malhechores (ni héroes, ni villanos). Su logro, lejos de juzgar y/o condenar es dotar a su cámara del poder de contemplar los movimientos de unos personajes malditos envueltos en patéticos sonidos que los dirigen inexorablemente hacia las sombras de sus vidas.•
(1) http://www.letraslibres.com/revista/entrevista/entrevista-william-friedkin
(2) Remake de la magistral El salario del miedo (1953).
(3) La generación de la televisión: la conciencia liberal del cine americano de Christian Aguilera. Ediciones 2001. Barcelona, 2000.