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El planeta de los simios
Planet of the Apes
     
    Director (es) : Franklin J. Schaffner
    Año : 1967
    País (es) : USA
    Género : Ciencia-ficción
    Compañía productora : Twentieth Century-Fox
    Productor (es) : Arthur P. Jacobs
    Productor (es) asociado (s) : Mort Abrahams
    Compañía distribuidora : Radio Films S. A. E.
    Guionista (s) : Rod Serling, Michael Wilson
    Guión basado en : la novela homónima de Pierre Boulle
    Fotografía : Leon Shamroy en Panavision y Color DeLuxe
    Director (es) artistico (s) : Jack Martin Smith, William J. Creber
    Vestuario : Morton Haack
    Maquillaje : John Chambers, Ben Nye, Paul Malcolm, Dan Stiepcke
    Música : Jerry Goldsmith
    Montaje : Hugh S. Fowler
    Sonido : Herman Lewis, David Dockendorf
    Ayudante (s) de dirección : Willy Kissel
    Duración : 112 mn
   
     
    Charlton Heston
Kim Hunter
Roddy McDowall
Maurice Evans
James Whitmore
James Daly
Robert Gunner
Linda Harrison
Lou Wagner
Jeff Burton
Woodrow Parfrey
   
   
    Año 2037. Una expedición que viaja hacia el espacio exterior se estrella contra un mar en medio de un planeta desconocido. El comandante Taylor y el resto de los supervivientes, se adentran en un agreste e inhóspito lugar denominado la «zona prohibida». Después de varias horas de expedición, son perseguidos y capturados por una banda de simios que adoptan hábitos humanos. Los expedicionarios son juzgados por un tribunal formado por ancianos simios, pero Taylor logra huir merced a la ayuda que le presta Zira, una joven doctora simio.
   
   
   

«SOY LEYENDA»
EN LA «ZONA PROHIBIDA»
 
Por Adrián Sánchez
En 1968 América estaba en las calles. La guerra de Vietnam alcanzaba su apogeo en cuanto a rechazo popular y se mezclaba con disturbios y protestas constantes contra los avances en los derechos civiles a favor de los ciudadanos negros. El partido Demócrata se partía en dos por el sur y alumbraba una escisión peligrosamente racista en forma del American Independent Party, formado de cara a las elecciones de ese año y que presentaba al ex gobernador de Alabama George C. Wallace, el cual ya había sido candidato demócrata a la presidencia anteriormente en tres ocasiones. Richard Nixon ganaría fácilmente aquel año frente a Wallace como «maverick» y a Hubert Humphrey como oficial. El leitmotiv de su campaña fue «Ley y Orden». El país no estaba para bromas; la fiesta de los sesenta ya se había acabado. Hollywood también lo entendió así y las ficciones fueron oscureciéndose, tiñéndose de desencanto, cinismo o pesimismo, a veces lúcido, a veces moralista. El cine de género en particular torció el gesto, se agrió y se volvió serio y grave. Quizás el mejor ejemplo de esta corriente sea la formidable escuela del trhiller policiaco de finales de los 60, mediados de los 70 donde desde Brigada homicida (1968) o El detective (1968) hasta San Francisco, ciudad desnuda (1973), pero la ciencia-ficción, un género de natural pesimista lo cual sería ya motivo para cuestionar el supuesto giro «adulto» de estos años —recordar ejemplos anteriores a revalorizar como la postapocalípticas Five (1951) y The World, the Flesh and the Devil (1959) o saltando a Inglaterra la excelente The Day the Earth Caught Fire (1961)— sería especialmente sensible a los nuevos aires sociales, «somatizando» en oscuras fantasías contrafactuales los miedos latentes del imaginario colectivo de modo muy similar, aunque mucho menos naif, a como lo había hecho en la década de los 50 con el terror atómico, aún latente de todas maneras.
   Resulta particularmente difícil escribir, o más bien tratar de escribir, algo nuevo, algo de cierta originalidad sobre una film tan extensamente tratado como El planeta de los simios, un título capital en la historia y evolución de la sci-fi que ha sido atacado desde todos los puntos de análisis posibles y en todos ha salido triunfante. Virtuosa como película de acción, rica como alegoría, renovadora en cuanto a la técnica, revolucionaria en el empleo de la música, esa partitura «electrónica sin electrónica» de Jerry Goldsmith que todavía asombra hoy por la audacia de su ruidismo y su desafiante atonalidad, abierta a lecturas en clave política o de género puramente (¿no es un film tremendamente cercano al western?)... En definitiva, una maestría absorbente y magnética, emocionante y penetrante que nace, en palabras de Carlos Aguilar «de la habilidad para sintetizar/alternar la vertiente espectacular y al especulativa».
   El planeta de los simios es, y voy a descubrirme ya, la obra maestra de la ciencia-ficción norteamericana, superior a cualquier otra precisamente por esa cualidad mágica de equilibrar todas sus propuestas intelectuales mientras las supedita a la narración pura. Superior y tan influyente (como poco) a 2001: Una odisea del espacio (1968), film al cual ha sido sistemáticamente subordinado, por cuanto la de Stanley Kubrick resulta ser una propuesta eminentemente filosófica y discursiva (por lo tanto más «importante»), visualmente tan fascinante como hermética y finalmente mucho menos jugosa que la de Schaffner. Mientras las hazañas del «eternauta» kubrikiano admiten una posición única, la reflexiva (o quizás también la «experiencial»), las del «crononauta» hestoniano son múltiples gracias a la modestia inherente a su planteamiento de base. Es decir, una se trata de una película sobre las grandes preguntas, la otra solo una de aventuras. Incluso su nacimiento está lejano de la epifanía creadora del de Kubrick (o del Solaris de Andréi Tarkovski, por ejemplo, otro clásico del «cine-pensamiento») y su existencia se debe más al fornido estado del star-system de finales de los 60 como sustituto del studio system, ya que El planeta de los simios representa, en su naturaleza más básica, un vehículo para el divismo de Heston, actor hoy todavía minusvalorado, aún tristemente desacreditado cuando el grueso de su cine y vida indica unas inquietudes bien superiores, desde las puramente vitales, su enorme compromiso con el avance de los derechos de los civiles de los negros y su apoyo y amistad para con Martin Luther King o su rechazo a la intervención en Vietnam, e incluso a finales de los 60 su apoyo explícito al control gubernamental sobre las armas, a las estrictamente cinematográficas, posibilitando que Orson Welles dirigiera a su gusto (o lo más cercano a él posible) Sed de mal (1958) o , llegando ya a finales de los 60, impulsar con su presencia un tríptico esencial en la ciencia-ficción pesimista, compuesto por esta misma El planeta de los simios como ejemplar perfecto, seguida por la fallida adaptación libre del Soy leyenda de Richard Matheson en aquella nueva ucronía post-apocalíptica que fue El último hombre... vivo (1971), llena casi por igual de ideas aprovechables, vicios «setenteros» y excesos estelares y más que satisfactoriamente culminada en un nuevo título capital, la extraordinaria distopía negra Cuando el destino nos alcance (1973) para la cual recuperaba como escolta al gran Edward G. Robinson, intérprete para el que Heston había deseado en el personaje del Doctor Zaius, hasta el punto de que este último interpretó el papel completamente maquillado para a una prueba que debía convencer a Richard Zanuck de la viabilidad del asunto. Por desgracia tuvo que renunciar a su presencia en el film debido, precisamente a los inconvenientes del maquillaje, difíciles de soportar a su edad, recayendo el sabio mono que niega el verdadero conocimiento en los hombros del característico Maurice Evans, reclutado por Heston desde su previa El señor de la guerra (1965), componiendo junto a unos geniales Kim Darby y Roddy McDowall (intérpretes de culto donde los haya) unos personajes de escalofriante humanidad, asistidos, claro está, por el fenomenal trabajo de maquillaje y prótesis de John Chambers.
   De este modo y pese al empeño personal del publicista, representante y productor Arthur P. Jacobs, la existencia de esta película se debe a la presencia en ella, y al compromiso con ella, de Charlton Heston, ya que mientras el primero presentaba como único bagaje su calamitoso musical El extravagente Dr. Doolitle (1967), un film carísimo que supuso un batacazo descomunal, el actor acreditaba solvencia y personalidad. Frente a unos Blake Edwards (el responsable de haber ideado ese final impactante para el film) o Sydney Pollack que no quedaron convencidos de las posibilidades, Heston prefirió sin rodeos a Franklin J. Schaffner, con quien había quedado muy satisfecho en la ya mencionada El señor de la guerra, cruda aproximación medieval de gran violencia y glamour extirpado. Descartados algunos aspectos de los guiones con los cuales se estaba trabajando (la existencia de sofisticadas ciudades y otras complicaciones técnicas que dispararían el presupuesto, sustituidas por unas construcciones de inspiración precolombina y gaudiniana), ya muy, muy alejados de la novela original de Pierre Boulle, que por un lado presenta la característica técnica del «manuscrito encontrado» y por otro prefería ambientar la aventura en un planeta inventado, con lo cual el tratamiento simbólico y alegórico era más oblicuo del que la rotunda versión cinematográfica termina por presentar, la incorporación de Schaffner como director precipitó la plástica de El planeta de los simios hacia los espacios abiertos, los colores rojizos y esa mezcla de primitivismo y tecnología reconocible del resultado final.
Un resultado, no ya de enorme potencia metafórica, sino una aventura emocionantísima, de oscuro sentido del humor (el largo bloque del juicio «herético» a Taylor o el hallazgo del cadáver disecado de uno de sus compañeros en un museo de historia natural) y puesta en escena llamativa pero no ampulosa, algo barroca pero nunca «ensimismada», pero sobre todo dotado de una progresión narrativa absorbente, de una valoración de sus elementos, tanto de acción como dramáticos, ejemplar. Desde el misterioso inicio en ese desierto rojo tomado en planos generales que aíslan y aplastan a los astronautas contra el paisaje hasta la frenética huida y captura, primera vez que vemos a esos aterradores gorilas armados en sus uniformes negros o el instante, ya legendario, en el cual Taylor recupera al fin su voz al grito de «¡Quita tus sucias garras de mí, mono apestoso».•
   
     
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Características DVD: Contenidos: Disco 1: La película. Comentario en audio de los actores Roddy McDowall, Natalie trundy y Kim Hunter y artista de maquillaje John Chambers / Comentario en audio del compositor Jerry Goldsmith. Disco 2: Detrás de las cámaras / 1967 Presentación en la OTAN / Documental Detrás del Planeta de los Simios / Tomas falsas / Prueba de maquillaje con Edward G. Robinson / Don Taylor dirige Huida del Planeta de los Simios / 6 Tráilers de cine originales / Material promocional / Galería de fotos / Menús ocultos. Formato: Widescreen 2.35:1, 16:9. Idiomas: Castellano e Inglés. Subtítulos: Castellano e Inglés. Duración: 108 mn. Distribuidora: Twentieth Century-Fox.
   
     
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Editorial: Minotauro (Grupo Planeta). 
Colección: Clásicos.
Autor: Pierre Boulle.
Fecha de publicación: febrero de 2012.
204 pp. 14,5 x 23,0 cm. Tapa dura.
Traducción de Joaquín Rodríguez

COMENTARIO (Por Christian Aguilera): Descatalogada desde hace diez años en lengua castellana, coincidencias o no del destino, El planeta de los simios ha sido reeditada cuando justo se cumple el centenario de su autor, Pierre Boulle (1912-1994). Evaluada la notable acogida de El origen del planeta de los simios (2011) parece, pues, que el relato escrito por Pierre Boulle cobra nuevos bríos cubierta una primera etapa del siglo XXI, e invita al seguidor de la «saga simiesca» por antonomasia a volver o hacerlo por primera vez sobre la lectura de este clásico universal.
Una vez afrontado el ejercicio de lectura de El planeta de los simios (1963) teniendo bien presente el par de versiones cinematográficas que se han llevado a cabo, a fecha de hoy, se deja entrever que el propósito de Boulle no era tanto darse a conocer en un género del que se sentía ajeno —el fantástico en sus múltiples ramificaciones— sino crear una especie de alegoría, moraleja o fábula referida a la raza humana, articulando un «espejo» (el de una civilización dominada por primates con sus propias jerarquías establecidas: orangutanes, chimpancés y gorilas) que trata de mostrar elementos para la reflexión en torno al carácter hegemónico de la misma en el planeta Tierra. El escritor francés, autor ya de éxito a mediados los años cincuenta merced, en especial, a la publicación de El puente sobre el río Kwai (1952) y su posterior traslación al celuloide a cargo de David Lean, no acertaría a fijar el factor desencadenante para volcarse en la construcción literaria de Le planet des singes. Una visita al zoológico en el que observaría con detalle los patrones de comportamiento —inclusive las expresiones faciales— semihumanos de los simios hubiera podido servir de estímulo para Boulle en aras a crear el fermento de su próxima novela, al tiempo que sus horas de lectura habían dado con la piedra roseta en la manera de plantear una de las premisas del futuro relato.  Así pues, la idea de que para el capítulo inaugural una pareja de millonarios un punto estrafalarios Jinn y Phyllis que realizan un ocioso viaje interestelar a bordo de un navío (estampa que, sin duda, pertenece por derecho propio al ‘territorio Terry Gilliam’: «una especie de esfera, cuya envolura —la vela— maravillosamente fina y ligera, se desplazaba por el espacio, empujada por la presión de las radicaciones luminosas»), se les aparezca una botella suspendida en el espacio sideral en cuyo interior se encuentra un  manuscrito y que, a partir de entonces, el relato se coloque en primera persona atendiendo a la lectura de una suerte de diario, guarda concomitancias con la estructura narrativa de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary W. Shelley. Más, Boulle, como he señalado, muy poco ligado a la narrativa de la ciencia-ficción que había experimentado su particular eclosión en la década de los cincuenta, debió tomar en consideración otro texto, el de Soy leyenda (1954) de Richard Matheson, en tanto que plantea un ejercicio de reflexión sobre el futuro de una humanidad que ha cedido ante el avance de una nueva raza, la que componenUna composicion en que se observa la extraordinaria similitud entre la portada de "Amazin Stories" y la escena final de "El planeta de los simios", dirigida por Franklin J. Schaffner. los zombis. Fijadas estas bases, Boulle perseguiría dar un salto temporal hasta el siglo XXV en que, de alguna manera, el lector digiriera mejor el carácter alegórico cautivo de un texto escrito con trazo sencillo, propio de un dietario que nos interpela en ocasiones —un recurso heredero de la tradición literaria del siglo XVIII— a través del personaje de Ulises Mérou. Una vez más, los «caprichos del destino» hicieron que tanto el John Neville de Soy leyenda como el alter ego de Ulises Mérou en la gran pantalla, esto es, el comandante Taylor, se acoplaran al rostro de Charlton Heston en apenas tres años de margen. La versión seminal de El planeta de los simios (1968) daría los suficientes réditos económicos para que otra operación de riesgo con producción de Arthur P. Jacobs, The Omega ManEl último hombre… vivo (1971) para su estreno español— tuviera su oportunidad en taquilla con Heston liderando el envite, en buena parte de su metraje, en solitario.
 
El viaje de Ulises por el universo de Betelguese
 
   Pierre Boulle no salía de su asombro cuando, al cabo de un par de años de haberse editado en Francia su novena novela, el proyecto de El planeta de los simios estaba sobre la mesa de un estudio cinematográfico. Mientras trataba de buscar el personal adecuado para elaborar el maquillaje, Arthur P. Jacobs contaría por aquel entonces con un guión escrito por Rod Serling —recién salido de la que sería la primera etapa de emisión de The Twilight Zone (La dimensión desconocida)— que aparcaba la traducción de ese capítulo preliminar, de evocación gillianiana, que enlaza con el epílogo del libro. Con el correr de los años, algunos han requerido para sí mismos u orotgado la «paternidad» del que presumiblemente sea uno de los finales más impactantes de la historia del cine: bajo la sombra de la Estatua de la Libertad, el comandante Taylor maldice haber permanecido en un planeta desconocido colonizado por simios que, en realidad, no es otro que la Tierra. En ese baile de «paternidades» se descuida un dato visual revelador que Ricard Fernández Valentí en su blog (Ver enlace) acertó a la hora de levantar sospechas sobre parecidos más que razonables. Ávido por encontrar nuevas historias para la serie que él había creado y escrito algunos de sus guiones, Rod Serling consultaría en infinidad de ocasiones revistas especializadas como “Amazing Stories”. En el número correspondiente a febrero de 1964, la imagen que luce en portada de esta prestigiosa publicación británica —una Estatua de la Libertad semienterrada— resuelve la ecuación de la «paternidad» del final de El planeta de los simios dado que en la novela éste brilla por su ausencia. Una «inspiración» que, al parecer, desconocería el propio Jacobs, quien dio validez a un guión en cuyo contenido se saca a la luz la confección de una idea propia de una sociedad simiesca —obra, esta vez sí, de Serling— despojada del concepto de «espejos» que manejaría Boulle en su novela. La plasmación de una sociedad en que la práctica de deportes es de uso común —se cita en la obra de Boulle una variante del fútbol, el atletismo y el boxeo—, así como la asistencia a museos o la conducción de vehículos motorizados, quedarían  orillados en el libreto de Serling, quien se desligaría —al atender a otros frentes profesionales— de una revisión del guión una vez entraría en escena, a requerimiento de Heston, el que había sido un colaborador de la «Golden Age of Television», el director Franklin J. Schaffner. Michael Wilson —coautor del script de El puente sobre el río Kwai (1957)— reforzaría el discurso político apuntado en el texto de Boulle, librando, por consiguiente, un trabajo que escapa a los postulados propios de la sci-fi. Es por ello que El planeta de los simios va más allá que la inmensa mayoría de producciones encuadradas en el género a lo largo de esa misma década, en sintonía con el planteamiento originario del escritor galo. Éste acabaría involucrándose en la redacción de un guión que prorroga las andanzas de Taylor —el proyecto llevaría el working title de «El planeta de los hombres»— pero quedaría en el limbo por tiempo indefinido. Después de desaprovecharse la oportunidad generada con el exitoso (en el apartado comercial) estreno de la versión de Tim Burton de El planeta de los simios (2011) —que retoma la idea primaria del viaje interplanetario—, el repunte de esta franquicia experimentada el año pasado puede provocar que se recupere el libreto inédito de Boulle, a quien la sombra simiesca le perseguiría hasta el fin de sus días, más aún si cabe que ese puente sobre el río Kwai que hasta la aparición del «viaje de Ulises» cruzaría de norte a sur, de este a oeste, su reputación y conocimiento como autor de cara a los aficionados a la lectura.•  
   
   
     
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PLANET OF THE APES (1968)
Jerry Goldsmith
Varèse Sarabande VSD5849, 1998. Incluye la banda sonora Huída del planeta de los simios (1971). Duración total: 67: 07. 


COMENTARIO (Por Roberto Cueto): El planeta de los Simios (1967) fue una de las originales e imaginativas aportaciones del cine de ciencia ficción de los años sesenta, a medio camino entre el cine de “ideas” y el espectáculo sorprendente e inesperado. Partiendo de una situación manidísima —el viaje de unos astronautas a otro planeta—, el film terminaba mostrando un mundo invertido, donde los simios eran los amos de la Tierra y el hombre estaba reducido a la condición de animal.
    Teniendo presente la música de cine intentó de varias formas “describir” paisajes o criaturas de otros mundos, el empleo de instrumentos electrónicos era el cliqué más habitual a partir de Bernard Herrmann y su Ultimátum a la Tierra (1951), siempre a la búsqueda de sonoridades que resultaran ajenas a las de una orquesta convencional: era el modo de mostrar la otredad, lo extraterrestre. Todavía el cine de los setenta caminaría en la misma dirección y más aún el de los ochenta con el perfeccionamiento de los sintetizadores y los sonidos elaborados en laboratorio: las posibilidades para crear sonidos “nuevos” son ya infinitas. Sin embargo a la hora de enfrentarse con el sonido de El planeta de los Simios, Jerry Goldsmith obtó por una solución tan radical como genial: la absoluta renuncia a instrumentos electrónicos. Por el contrario, decidió aprovechar las posibilidades sonoras “no descubiertas” de una orquesta sinfónica convencional junto con una peculiar sección de percusión. Así logró una de las bandas sonoras más fascinantes y revolucionarias de la época.
 «Estaba convencido que una orquesta convencional posee recursos ilimitados que ni siquiera imaginamos. Decidí emplear una orquesta convencional para hacer con ella cosas totalmente anticonvencionales. Por ejemplo, hice tocar el corno inglés sin la boquilla o que un clarinetista no tocara las notas, sino que se limitara a usar las llaves. También empleé un cuerno de caza. Es decir, conseguí efectos totalmente alejados de las sonoridades ortodoxas, pero sin salirme de los parámetros de una orquesta sinfónica, que verdaderamente no tiene límites» (1). El director del film, Franklin J. Schaffner, quería emplear instrumentos electrónicos, pero Goldsmith se opuso: «Quería un sonido de roca y madera, totalmente orgánico» (2). A esa orquesta —con arpa y sección de cuerda amplificadas—, Goldsmith añadió una extraña sección de percusión que incluía instrumentos polinesios como el ung lung, un tambor brasileño llamado cuika o un gong que era golpeado con la varilla que se emplea para el triángulo. Por otra parte, el percusionista Emil Richards descubrió las fascinantes posibilidades de unas cacerolas de hojalata: si se golpeaba su borde se obtenía un sonido agudo, si se golpeaba la base más grave; tocadas a gran velocidad producía un extrañísimo, metálico sonido percusivo que Goldsmith emplea en escenas como la frenética carrera de los astronautas hacia la cascada de agua.
 Tales retorcidas orquestaciones no obedecen a una experimentación por si misma ni a un alarde de virtuosismo: reflejan a la perfección el mundo que describe la película. Para el espectador éste es descubierto a través de la alucinada mirada del astronauta Taylor (Charlton Heston), pero hay en ese mundo algo familiar y desconcertante a un tiempo: un desierto similar al terrestre —al final del film descubrimos que es la propia Tierra tras un holocausto nuclear—, pero donde hay relámpagos sin truenos; unas extrañas figuras que pueden parecer espantapájaros pero que carecen de sentido en el contexto en que se hayan (¿dónde están los pájaros?); unos seres humanos con rasgos idénticos a los nuestros, pero carentes de lenguaje y reducidos a condición animal; y, por fin, simios como los que pueblan los zoos de la Tierra pero inteligentes y capaces a hablar. Es un mundo como el nuestro sobre el que se ha producido una extraña distorsión: no se trata de un movimiento hacia otro mundo extraterreste, sino un giro sobre un eje en un ángulo de ciento ochenta grados respecto a nuestro mundo cotidiano.
 Goldsmith hace que la música se produzca una distorsión similar: no parte de los instrumentos electrónicos —que formarían parte de “otra realidad”— sino que recurren a la orquesta convencional, a nuestra tradición musical más antigua, para buscar en ella sonidos que provoquen cierta familiaridad, pero que también muestren un grado de desvío sobre lo previsible, de mutación o degradación: es nuestro mundo contemplado desde una perspectiva nueva, nuestra música sinfónica ejecutada de un modo “antinatural” pero de alguna forma, aún enraizada en nuestra memoria colectiva. La música del viaje inicial de los astronautas pinta un paisaje desolado y que provoca extrañeza, pero también alude a algo muy nuestro y antiguo: la percusión —el modo musical por excelencia de las tribus primitivas—se refiere a un universo donde la música aún no se ha intelectualizado en líneas melódicas, donde es puro ritmo. Lo irónico del caso es que la música asociada al estrato más primitivo del hombre anterior a la civilización (el simio, los primeros homínidos) es ahora la música de la nueva civilización, dominada por ese ser hasta ahora inferior en la escala evolutiva. Apenas hay en todo el score un motivo reconocible, un atisbo de melodía que, en cierta forma, apelaría a nuestra humanidad: quedan ritmos salvajes y aterradores, dignos de un Béla Bártok, pero incluso la percusión es diferente a cuanto hemos oído: el mundo transformado ha variado también sus sonidos.
  Por otra parte, el empleo del cuerno de caza crea el que posiblemente sea el efecto de “inversión” más aterrador de todo el film: la primera aparición de un simio montado a caballo cuando los hombres son cazados por los gorilas. El simio es contemplado desde la perspectiva de Taylor en un juego plano/contraplano (con un zoom sobre el mono armado y a caballo) sobre el que un cuerno de caza ejecuta una llamada, un sonido escalofriante. Pero esa “llamada” a la caza no se produce en el plano diegético (no es el simio quien toca el cuerno de caza), sino que se produce en el plano del comentario incidental de la música de Goldsmith. La cruel ironía del efecto es obvia y expresa a la perfección la patética y aterradora situación de Taylor: un instrumento asociado en condiciones normales con la caza de animales por parte del hombre, invierte ahora su función al ser la “voz” del animal, que se ha convertido en cazador del hombre. El cine de ciencia ficción ha dado pocos momentos tan sorprendentes, tan chocantes para el horizonte de expectativas del espectador como ese plano del gorila a caballo al son de ese sonido que hasta entonces sólo parecía patrimonio del ser humano.• 
 

(1) Jerry Goldsmith On Film Music, contenido en el libro de Tony Thomas The View from the Podium. Londres, A. S. Barnes & Co., 1979, pág. 229.
  
(2)  Goldsmith en el folleto que acompaña el vídeo de Fred Karlin Jerry Goldsmith, pág. 68.
   
       
   

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