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Tiburón
Jaws
     
    Director (es) : Steven Spielberg
    Año : 1975
    País (es) : USA
    Género : Terror-Thriller
    Compañía productora : Universal Pictures
    Productor (es) : Richard D. Zanuck, David Brown
    Productor (es) ejecutivo (s) : William S. Gilmore Jr
    Compañía distribuidora : UIP
    Guionista (s) : Peter Benchley, Carl Gottlieb
    Guión basado en : la novela homónima de Peter Benchley
    Fotografía : Bill Butler en Technicolor y Panavision
    Diseño de producción : Joe Alves Jr
    Decorados : John M. Dwyer
    Música : John Williams
    Montaje : Verna Fields
    Sonido : John R. Carter, Robert Hoyt
    Efectos especiales : Robert A. Mattey
    Ayudante (s) de dirección : Tom Joyner, Barbara Bass
    Duración : 125 mn
   
     
    Robert Shaw
Richard Dreyfuss
Roy Scheider
Lorraine Gary
Murray Hamilton
Carl Gottlieb
Jeffrey Kramer
Susan Blacklinie
Jonathan Filley
Ted Grossman
Chris Rebello
Jay Mello
Lee Fierro
Peter Benchley
   
   
    El ataque de un tiburón en las costas de Amity Island, una localidad californiana, hacen que las autoridades de la zona busquen soluciones de emergencia. Su captura es anunciada por el alcalde Vaughn, quien invita a la tranquilidad a los habitantes y veraneantes de Amity Island. Sin embargo, el biólogo marino Roy Hooper adiverte que el tiburón blanco, que se daba por muerto, aún mantiene una notable actividad, y que puede seguir sembrando el pánico. De esta forma, el marino Quinn, el jefe de policía Brody y el propio Hooper se aprestan para capturar al peligroso escuálido.
   
   
   

TERROR EN AMITY BEACH
 
Por Sergi Grau
Steven Spielberg no guarda muy gratos recuerdos de su rodaje de Jaws. Tuvo muchos problemas, arrastrados desde la preproducción, pues los diversos tiburones mecánicos que los encargados de efectos especiales (con Joe Alves a la cabeza) habían preparado funcionaron de forma deficiente. Spielberg, y con él el resto de equipo técnico y artístico, vieron cómo el presupuesto se les iba de las manos inevitablemente conforme pasaban los días y los problemas técnicos se repetían, los monstruos articulados se rompían, el buque pesquero Orca hacía aguas tan literalmente como en los últimos compases de la película y otros muchos percances que han quedado para el anecdotario. Todo parte de un hecho que hoy, en plena era infográfica, nos puede pasar por alto: rodar, a la vieja usanza, una película donde muchas de las cosas importantes suceden en el fondo marino era una tarea cuanto menos imprudente, pues entrañaba gran dificultad. Películas de barcos y aventuras marinas se habían hecho infinidad, pero añadiendo el elemento submarino muchas menos, sino contadas. Y aquí resultaba que la «estrella» de la función, el tiburón blanco del título en español, el poseedor de esas fauces («jaws») mencionadas en el título original, era un pez. Algunos pueden pensar que el tremendo éxito de la película (en su día devino la más taquillera de la historia) podría hacer olvidar lo costoso del rodaje, pero es curioso comprobar en diversas entrevistas registradas con Spielberg cómo el realizador, aún en la actualidad, habla con cierta amargura del completo proyecto, evidenciando lo mucho que sufrió constante su realización.
   Según me dicta la experiencia, en cualquier faceta profesional (e incluso personal), uno aprende muchísimo más cuando tiene que afrontar situaciones hostiles que cuando se mueve en plácidas aguas. He visto Tiburón en innumerables ocasiones, y he tenido tiempo de diseccionar sus contenidos e imágenes profusamente. Y cuando reivindico los acicates creativos que supone la adversidad, me refiero a que en las imágenes de la película están perfectamente plasmados. Me refiero, por supuesto, a las que han acabado siendo sus secuencias más célebres: todas las que muestran los ataques del tiburón, y la completa segunda mitad del metraje, que transcurre en alta mar y nos narra cómo el jefe Brody (Roy Scheider), el oceanógrafo Hooper (Richard Dreyfuss) y el Capitán Quint (Robert Shaw) persiguen al escualo en alta mar. Aquél que conozca la cinta previa de Spielberg El diablo sobre ruedas (1971), que en buena medida era un ejercicio de fuerza narrativa basada en la planificación y el montaje, reconocerá viendo estas secuencias de Jaws que su director ( bien apoyado en la malograda montadora Verna Fields) depuró su estilo merced a las propias limitaciones y hándicaps que debía sobrellevar en el transcurso del rodaje. Cualquiera saca siempre a colación la felicísima idea de utilizar la —clarividente, amén de excepcional— banda sonora de John Williams junto a la cámara que muestra el punto de vista del tiburón acercándose a su presa humana (y es justo que así sea, pues además de ser un inspirado leit-motiv narrativo resume a la perfección todo el poso terrorífico que contiene la película: la cotidianeidad violentada por el horror, el hombre indefenso frente al implacable «monstruo»), pero no está de más fijarse también en las numerosas otras estrategias visuales —basadas en el empalme con sentido de imágenes, música y efectos visuales y sonoros— que dan carta de naturaleza no sólo al suspense, sino al propio relato. Sin detenerme en la celebérrima presentación protagonizada por Susan Blackline, puedo mencionar por ejemplo el pasaje del ataque al pequeño Alex Kinder: la dosificación de información que Spielberg nos ofrece para cimentar el suspense desde el punto de vista del miedo que Brody siente por el mar y sus moradores; el oficial de policía está en la playa, y el filme utiliza su percepción subjetiva ——una chica que grita cuando su novio la levanta por los aires; un gorro de baño que confunde con una aleta—, amén de datos objetivos —el perro que desaparece—, para, en el momento de producirse el ataque (que identificamos por la música y el plano submarino ascendiente hacia la colchoneta), cortar la visión de la violencia y la sangre para mostrar, con un efecto visual que juega con la distancia focal, cómo Brody siente la agresión como propia (da la sensación de que éste, a pesar de estar inmóvil, sentado en la playa, se acerca a la cámara mientras el paisaje de fondo se difumina). En la ulterior secuencia del ataque del tiburón en la laguna, Spielberg juega con el equívoco de la secuencia previa —sabemos que el tiburón no ataca porque no escuchamos la música, sin embargo, llegamos a divisar la aleta de tiburón que después se revela falsa…— para revolverse (narrativamente hablando) con furia: la chica coja que empieza a chillar que un tiburón se dirige a la laguna, un plano del agua que nos muestra por primera vez parte del perfil del escualo, el hecho de que el hijo mayor de Brody (y otros niños) esté(n) involucrado(s), la partitura que arremete de súbito con toda su fuerza, y, cuando se concreta el ataque, el plano gore que muestra la pierna descendiendo al fondo marino y, después, la cámara que, no una sino dos veces, avanza en dirección al niño Michael Brody sin que al final se concrete el ataque (sucesión de dos planos que, por sí solos, por el mero subrayado de la repetición, ya alientan todo tipo de teorías paranoicas sobre el desesperante vínculo íntimo del monstruo con el protagonista de la película, teorías nada racionales, por supuesto, viscerales e irremediables como el meollo del miedo).
   Lo que se refiere a la citada segunda mitad del metraje, la cruenta batalla entre el pesquero Orca (tripulado por Quint, Hooper y Brody) y el tiburón, asimismo merece un detenido análisis, ni que sea para dilucidar el modo en el que se construye uno de los fragmentos de aventuras marinas —sólo con ribetes terroríficos— más antológicos del Cine. Decir por un lado que la partitura de Williams, que aquí se abre a otros temas más melodiosos y épicos, pugna de forma bellísima con los recursos al suspense que siguen abonando lo visual. Atender al hecho, primordial de que están magníficamente narrados en imágenes los diversos capítulos que van secuenciando la misión, las muchas cosas que suceden desde que Brody está echando carnaza y ve por primera vez la cabeza del tiburón —y suelta la frase de «necesitaremos un barco más grande», que ha quedado para los anales y que de hecho se usa coloquialmente para valorar la existencia de un problema que supera la capacidad de reacción de uno— al clímax final mientras el barco se hunde. Que Spielberg no se amilana ante el desafío de mostrar cómo se arponea al escualo; cómo éste da vueltas alrededor del barco, asediándolo; cómo tratan de amarrarlo a popa y el animal se revuelve; cómo Hooper se mete en el interior de esa jaula, la jaula en el agua, y se enfrenta en desigual combate con el «monstruo»; cómo se va perjudicando el barco pesquero hasta que se hunde… En esos tres cuartos de hora largos que narran el intento de pesca del escualo suceden multitud de cosas, y el ritmo es frenético, trepidante, y se construye desde la acción (y las visiones explícitas del tiburón) pero también desde secuencias de tensa espera, con más la descripción magnífica del duelo de voluntades entre dos formas de entender la pesca de tiburones (la del viejo Quint y la del joven Hooper) parcamente arbitrada por un jefe de policía consciente de hallarse bien lejos de su demarcación y pericia (con detalle de enfrentamientos pero asimismo de la posible distensión: la famosísima secuencia en la que Quint narra el capítulo del Indianápolis). La cámara nos muestra el barco desde infinidad de perspectivas, Spielberg no quiere repetir estrategias narrativas. Se trata de ponderar lo que nos ofrece la historia; así, el barco puede ser tan grande o pequeño como quiera el contraste con el descomunal pez, la luz del día o del crepúsculo posarse sobre los personajes en escogidos encuadres que revelan tipologías psicológicas (el miedo de Brody, la locura de Quint, la ira de Hooper), la música de Williams abonar lo dinámico de las imágenes que muestran el avance del pesquero o la actividad frenética de la tripulación, o el silencio menos calmoso acompañar los encuadres estáticos que muestran los tiempos muertos de indecisión, en los que el coraje parece esfumarse… La destreza del realizador de Jaws puede resumirse perfectamente en lo amenazadoras que resultan las imágenes de uno, dos o tres bidones de color amarillo avanzando por el mar en dirección al barco.
   En los análisis sobre la historia de la industria del Cine, Tiburón siempre se sitúa junto con Star Wars (estrenada dos años después) como títulos de referencia del punto de inflexión temático —y algunos consideran que ideológico— que marcó el cine de Hollywood a mediados de los setenta; Spielberg y George Lucas son opuestos a Terrence Malick, Peter Bogdanovich, Martin Scorsese, Hal Ashby o Francis Coppola (por no hablar de una de las generaciones anteriores, la llamada de la violencia, que fue la que articuló nuevas propuestas estéticas en un panorama cinematográfico y unos sistemas de producción ya decadentes), e incluso hay quienes les acusan de la banalización de temas y estilos que se generalizó en la década siguiente (siempre refiriéndome al cine mainstream). En cambio, considero tan buena película Tiburón como El Padrino (1972), Malas tierras (1973), La última película (1971) o Taxi Driver (1976). Por suerte, con el paso de los años la crítica ha ido reivindicando el cine de género, antaño considerado por muchos en un eslabón inferior al cine dramático, acusado vil y repetidamente de usar y ofrecer poco más que material de derribo. En cualquier caso, Spielberg en general y Tiburón en particular son un director y una película que han coadyuvado en buena medida a esa necesaria reivindicación, merced al talento impreso en ella. Si la obra de Peter Benchley era una novela del todo mediocre, la película que la adaptó es una obra maestra, porque Spielberg (por entonces, un joven de veintisiete años) ya dominaba a la perfección todos los estadios de la realización, y articulaba de forma férrea un relato y un ritmo, manejando con soltura, inteligencia y sobre todo imaginación los mecanismos de la aventura y el suspense, y balanceándolos con planteamientos dramáticos, de personajes, perfectamente válidos y creíbles. Lo que queda, después de todo lo dicho u omitido, es nada más y nada menos que un clásico, un título inmarcesible que, treinta y cinco años después, mantiene intactas sus insobornables cualidades de expresión cinematográfica.•
 
   
     
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Disco 1: La película / Menús interactivos / Acceso directo a escenas. Disco 2: Los Extras:  Dentro de Tiburón / Comparación del Storyboard / Escenas eliminadas / Tomas falsas / Desde el plató en 1974 / Hechos de Tiburones / Galería de imágenes. Formato: Pal Widescreen 2.35:1 (Anamórfico). Idiomas: Castellano, Inglés y Ruso. Subtítulos: Castellano, Inglés y Portugués. Duración: 119 mn. Distribuidora: Universal Pictures.



Características DVD:
   
   
     
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JAWS (1975) 
John Williams
Decca 467 045-2, 2000. Duración: 50: 45. 


COMENTARIO
(Por Roberto Cueto): «La primera vez que John Williams me tarareó el tema de Tiburón, aquel dun-dun-dun, pensé que estaba bromeando. Pero él insistió y lo tocó en el piano, en los registros más bajos. Al final, su música acabó siendo el alma de la película» (1), recordaba hace poco Steven Spielberg sobre la música de John Williams para Tiburón, el filme que los consagró a ambos. El obsesivo, amenazante tema del filme ha sido uno de los más célebres de la historia del cine, objeto de todo tipo de parodias y homenajes (2). Pero, dejando de lado el hecho de que han pasado veinte años y de que la innovadora idea de Williams se ha convertido en un cliché (como ocurrió con los violines en la escena de la ducha de Psicosis), nadie puede negar la fuerza que aún poseen las inquietantes imágenes subjetivas subma­rinas combinadas con un ominoso tema del tiburón, un motivo de dos notas ejecutado por los registros más graves de la sección de viento y que va acelerando su tempo como indicando la proximi­dad del animal hacia su presa y su preparación para el ataque.
    Ese tema será como una presencia constante a lo largo del filme y es un elemento clave para la creación del suspense que busca Spielberg. De hecho, pocos temas musicales han conseguido crear tal tensión en el espectador con tan pocos recursos: al ser un tema fácilmente memorizable (más que eso: su cualidad obsesiva, repeti­tiva se «incrusta» en la memoria musical del espectador) y poseer una sonoridad amenazante servirá para crear a lo largo del filme los procedimientos típicos del suspense. Pero veamos cómo se consi­gue esto.
Los genéricos introducen el tema sobre unas imágenes subma­rinas: los movimientos de una cámara subjetiva indican que vemos a través de los ojos de «algo», de un animal marino. Un tema para arpas, por utilizar un ciché muy habitual, hubiera provocado una sensación muy diferente en el espectador, quizá de un paisaje mari­no apacible. Pero la propia cualidad de la música provoca inquie­tud, amenaza: es obvio que ese ser que se mueve en el fondo mari­no es peligroso. Una vez que, desde el mismo inicio del filme, se ha asociado el motivo musical con la idea de «amenaza», se puede desarrollar el mecanismo del suspense. Como es sabido, la regla básica del suspense es que el espectador sepa unís que el personaje de ficción: la implicación del espectador será mayor si éste sabe que en el fondo del mar hay un peligro que el inocente bañista ignora. La efectividad de Tiburón se basa precisamente en dar al espectador mediante la música —incidental, ajena al mundo de fi­cción— un «indicador» de la presencia del tiburón. La escena ini­cial del filme, la muerte de la joven bañista, es un perfecto ejemplo. Unas figuras en las arpas, serenas, tranquilas, siguen las primeras evoluciones de la muchacha en el agua, hasta que empieza a sonar el motivo del tiburón en los contrabajos: la amenaza se acerca por debajo del agua, sin que la chica lo sepa y fuera del campo visual del espectador. Sin embargo, el espectador sabe perfectamente que el tiburón se acerca sin necesidad de verlo, puesto que la músi­ca le está proporcionando esa información: de hecho no vemos al tiburón en toda la escena, pero somos capaces de seguir sus movi­mientos y evoluciones («vemos» dónde está) gracias a las diferentes pulsaciones y tempos con que se va desarrollando su motivo. La brutalidad de la escena, si se analiza fríamente, no viene dada tanto por la imagen en sí (puesto que no se ve ni una gota de sangre), sino por el pánico que se crea en el espectador ante la figura del tiburón, intuida como salvaje y gigantesca gracias a la música.
    Spielberg juega con el espectador a lo largo de toda la primera parte del filme diseminando una serie de pistas falsas y sustos, pero, curiosamente, la música de Williams es más honesta en ese sentido: su intervención preludia siempre una verdadera apari­ción del tiburón. Así, por ejemplo, cuando el sheriff Brody (Roy Scheider) confunde el gorro de baño de un nadador con el animal o se alarma ante el grito de una joven, no hay música, no ha habido esa advertencia previa: se trata de una broma, un guiño al especta­dor. Pero cuando, acto seguido, la focalización del filme se traslada del punto de vista de Brody a una cámara subjetiva en el fondo del mar que se mueve entre los bañistas a los acordes del tema, sabe­mos que se producirá un ataque, ya que la música vuelve a ser la  «voz» del tiburón y anuncia al espectador que algo trágico va a suceder para crear un sentimiento de ansiedad.
La primera parte del filme está dominada por el motivo del tiburón y no hay otros temas musicales para ilustrar las relaciones de los personajes humanos, excepto un scherzo para describir a los turistas que tiene algo de irónico: son las potenciales presas del tiburón. La bestia asesina se ha convertido en una obsesión y todo se centra en ella, quién será su próxima víctima y cómo capturarla, Sólo cuando el filme se «abre» al mar, cuando Brody, Hooper (Richard Dreyfuss) y Quint (Robert Shaw) salen a la caza del tibu­rón, Williams introduce otros motivos musicales mientras que la película se traslada más del campo del suspense al del cine de aven­turas marinas: un delicioso tema con ecos de una hornpipe marine­ra de Nueva Inglaterra acompaña la salida del barco, dando al filme un evidente tono de optimismo y esperanza ante la idea de tres hombres formando equipo para cazar al animal. Su esfuerzo común es ilustrado después por otro tema mucho más dramático, una magnífica fuga para cuerda que se asocia al esfuerzo de los tres hombres para cazar al tiburón. Williams maneja con habilidad estos tres temas en las espléndidas escenas de acción del filme: el primer ataque del tiburón se inicia con una leve fanfarria de tema «marinero», indicando el ánimo aún optimista de los hombres, pero deriva en la fuga cuando son conscientes del tamaño y peli­grosidad del animal; mientras, las apariciones del tiburón son ilustradas con su motivo, que ahora parece alcanzar un tono de desa­fio, de fuerza frente a los hombres. Aún más logrado está el espec­tacular clímax del filme, la famosa escena en que Brody tiene que enfrentarse solo contra el tiburón: Williams funde contrapuntísti­camnente una desgarrada, desesperada variación de la fuga (el afán de sobrevivir de Brody) sobre el cada vez más acelerado ostinato del motivo del tiburón (su proximidad y su fuerza: la muerte). La escena alcanza así un dramatismo y un ritmo que son la verdadera esencia del suspense.•
 

(1)  Declaraciones de Steven Spielberg contenidas en la revista Premiere, octubre de 1995, pág. 100.
(2) Como la que hizo Elmer Bernstein en Aterriza como puedas (1980) o los propios Williams y Spielberg al inicio de 1941 (1979).
   
       
   

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