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Taxi Driver
Taxi Driver
     
    Director (es) : Martin Scorsese
    Año : 1976
    País (es) : USA
    Género : Drama
    Compañía productora : Bill Phillips Production para Columbia
    Productor (es) : Michael Phillips, Julia Phillips
    Productor (es) asociado (s) : Philip M. Goldfarb
    Compañía distribuidora : Filmayer
    Guionista (s) : Paul Schrader
    Fotografía : Michael Chapman, en Metrocolor
    Director (es) artistico (s) : Charles Rosen
    Decorados : Herbert Mulligan
    Maquillaje : Irving Buchman, Dick Smith
    Música : Bernard Hermann
    Montaje : Tom Rolf, Melvin Shapiro, Marcia Lucas
    Montaje de sonido : David M. Horton, James Fritch, Gordon Davidson, Sam Gemette
    Sonido : Tex Rudolff, Vern Poore, Dick Alexander
    Efectos especiales : Tony Parmélee
    Ayudante (s) de dirección : Pete Scoppa, Ralph Singleton, William Eustace
    Títulos de crédito : Dan Perri
    Duración : 113 mn
   
     
    Robert De Niro
Harvey Keitel
Jodie Foster
Peter Boyle
Cybill Shepherd
Albert Brooks
Victor Argo
Martin Scorsese
Leonard Harris
Harry Northup
   
   
    El paso de Travis Bickle como combatiente en Vietnam le imposibilita conciliar el sueño de forma regular, y por este motivo acepta trabajar como taxista durante la noche por los barrios de Nueva York. Durante sus breves períodos de descanso, Travis se siente atraido por una rubia llamada Betsy, que forma parte del equipo electoral del senador Charles Pallantine. Después de un segundo intento, el joven taxista la invita al cine, pero la indignación que le provoca el ver una película pornográfica, hace que Betsy rompa toda relación con Travis. Confundido y desorientado, Travis empieza una obsesiva preparación por convertirse en una especie de redentor de la sociedad en medio de un clima preelectoral.
   
   
   

EL CORAZÓN DE LA NOCHE
 
Por Sergi Grau
Es bien sabido que en los años setenta del siglo pasado la industria de Hollwood logró dejar atrás su declive merced del apoderamiento y talento mayúsculo de diversos nuevos creadores que, con su visión y concepción del Séptimo Arte, sirvieron al público grandes obras maestras y abrieron paso a una nueva era. Hablo principalmente, por supuesto, de Francis Coppola, Martin Scorsese y Steven Spielberg (aunque quizá cabría añadir a Brian De Palma o al malogrado Hal Ashby). Ciñéndonos a Scorsese, se suele decir que sus obras maestras fueron Taxi Driver y Toro Savaje (1980), ésta ya a las puertas de la siguiente década. En mi humilde opinión, Scorsese filmó otras películas dignas de atención por los historiadores del cine, desde esos dos apuntes al natural de tono rupturista, de herencia entre el cine underground y los ecos europeístas, y llenos de prodigiosas ideas escenográficas, que fueron Who’s that Knockin’ at My Door? (1968) y Malas calles (1973), hasta el primer documental-homenaje-radiografía de la música popular americana, la redonda El último vals (1978), pasando por esa otra epopeya musical y trágica titulada New York, New York (1977); sin embargo, es bien sabido que el espacio para denominar a los clásicos oficiales es limitado. En cualquier caso, Taxi Driver merece estar en todos los altares en los que consta. Aunque no siempre estuvo en ellos: recordar al respecto que en el seno de la industria de Hollywood, y en el momento de su estreno, amaron esta película por debajo de Rocky, de John G. Avildsen, que en la edición de los Oscar® del año 1976 le arrebató la estatuilla a Mejor Película (en cambio, también debe decirse, en Cannes el filme fue laureado con la Palma de Oro).
 
Schrader-Scorsese: un tándem insoslayable
 
 En otro orden axiomático, Taxi Driver también se descodifica diciendo que supone la primera de las colaboraciones de un fructífero tándem, el de Scorsese con el guionista Paul Schrader (también cineasta singular surgido en esa segunda edad dorada de Hollywood). Quizá la participación del realizador de Mishima nos aproxime a las razones por las cuales el filme deja en la retina, tras su visionado, la sensación más vertiginosa que ingrávida que resulta de fusionar el lirismo más febril con una fuerte carga de abstracción. El espectador abandona la sala del cine sintiéndose entre el cielo y el infierno; en la misma tierra de nadie a que nos arroja el incesante péndulo/debate entre los dos leit-motivs musicales opuestos (una suave melodía de saxo y los solemnes retumbos de cadencia grave) compuestos por Bernard Herrman. Y todo eso a partir del relato del devenir vital de un personaje solitario y bastante tocado, excombatiente de Vietnam, que se sirve del oficio de taxista para viajar al corazón de la noche más mugrienta (neoyorquina, por supuesto), y en ese tránsito encuentra un acomodo para sus pulsiones más íntimas. Dicho de otro modo, Taxi Driver proyecta, mediante la plasmación de las extravagantes andanzas de un individuo enajenado en un laberíntico escenario, las meditaciones de Paul Schrader y Martin Scorsese sobre el Hombre en un lugar y momento, el que les tocó vivir, dibujando un recalcitrante paisaje entre lo psicológico y lo sociológico, que en su epidermis traza una fiera estampa sobre la enfermedad social (sobre todo urbana) que siguió a la crisis económica que asoló los Estados Unidos a mediados de la década de los setenta, y bajo esa epidermis, en sincronía perfecta, un retrato de la soledad y la enajenación conjugada en primerísima persona (apuntalada por la inmensa composición interpretativa de Robert De Niro), y pespunteada de innumerables matices en la descripción psico(pato)lógica y en el aparato de las connotaciones sobre moralidad.
Aunque parezca lo contrario, ese constante deambular por las calles mal iluminadas de la ciudad tiene un destino final. No para Travis (puesto que no muere), sino para el espectador. Quiero decir que la película está estructurada como un viaje, una severa introspección en la inadaptación social (vis sociológica) y un descenso a los infiernos (vis psicológica). Sin embargo, no nos hallamos en un texto sobre la perdición humana, ni en el territorio de la culpa: Travis Bickle, el protagonista del filme, en ningún momento deja de creer en lo que hace (en su primera intervención en off ya dice:«por suerte la lluvia ha limpiado las calles, pero algún día vendrá una agua más poderosa que limpiará la escoria de verdad»). Es más: Travis siente que está recorriendo un trayecto de purificación espiritual. Sus decisiones y actos obedecen a una extravagante convicción y a unos enfermizos valores, pero se trata de convicción y de valores, al fin y al cabo («One of these days I’m gonna or-ga-ni-zi-zi-ce myself», reza un cartelito que tiene colgado en el cuchitril donde vive). Por eso, desde el principio escuchamos su voz en off, y el viaje del que hablaba atañe al espectador, ya que lo que en principio parece un retrato naturalista sobre las condiciones en las que los taxistas del turno de noche se ven obligados a trabajar —pues Travis nos habla de la gente con la que se topa, las cosas que ve y escucha dentro o fuera del taxi, etc, mientras las imágenes nos detallan las calles mal iluminadas, los neones borrosos, el humo saliendo de las alcantarillas, el agua emergiendo de los depósitos que anega el cristal frontal del taxi…—, poco a poco va ocluyéndose en los difusos poros del retrato de una obsesión, obligando al público a distanciarse del personaje ello y a pesar de los aparentes, denodados esfuerzos de Scorsese por alinearse con ese punto de vista subjetivo. Precisamente ésa es una de las mejores bazas de la película: la radicalidad subjetiva que se halla en el libreto de Schrader se viste en las imágenes de Scorsese de una cualidad fascinante, hipnótica, que atraviesa el tono de toda la película, y que abre de par en par las puertas (desde el primer plano del filme: una espesa cortina de humo cortada por la aparición del taxi, mostrada al ralentí) a esa rara pero innegable densidad dramática que reviste la historia. Como decía, el espectador entiende como lógicos los lamentos de Travis por la fauna nocturna con la que le toca lidiar, puede calibrar como habitual su timidez y parquedad verbal en sus encuentros con sus colegas, pero ya le cuesta más entender la naturalidad con la que lleva a su novia a un cine porno, le resulta chocante que adquiera ese arsenal de armas de fuego (en esa secuencia retenemos un llamativo plano subjetivo: lento desplazamiento de la cámara en semipicado que muestra la mano de Travis apuntando con una de las pistolas que va a adquirir al paisaje que se ve desde las vidrieras del piso del traficante), y, definitivamente, se siente del todo superado cuando la cámara muestra —en un lento travelling lateral que enmarca la guerrera verde del personaje y después asciende, para enfatizar el detalle— ese corte de pelo a lo mohawk.
 
El mundo oculto de Travis Binckle
 
   En esta apasionante historia que habla entre otras cosas sobre los devastadores efectos de la soledad en el alma interesa mucho analizar los diversos personajes que Travis va cruzándose en su camino, desde sus colegas de profesión —entre los que destaca «El Mago» (Peter Boyle), especie de gurú del impropio clan—, hasta Matthew/Sport (Harvey Keitel), el chulo callejero con el que Travis se enfrenta, pasando por el mismísimo senador Palantine (que el azar lleva a sentarse en el asiento trasero de su coche); otro customer bien diferente, el marido que espía a su (presunta) mujer (presuntamente) adúltera (encarnado por el propio Scorsese); o la taquillera del cine con la que Travis intenta infructuosamente iniciar una conversación. También podemos mencionar a los padres de Travis, que no aparecen en la función, pero a quienes su hijo escribe una carta con las mejores atenciones aunque sazonada de ciertas intrigas fruto de sus fabulaciones. Pero para indagar en el poso emocional que le lleva a reaccionar —o, como dice él, «pasar a la acción”— como lo acaba haciendo, es imprescindible fijarse en los dos personajes femeninos que pueblan la trama, las dos mujeres a las que Travis ofrece su amor, y por esa razón (por la diversa clase de amor que les dispensa Travis), dos personajes complementarios. Por un lado tenemos a Betsy (Cybill Shepherd), una rubia WASP que trabaja en la oficina de propaganda política del senador Palantine y que cautiva a Travis por su belleza impoluta: interesa fijarse en la presentación del personaje, antecedida de una secuencia en la que vemos a Travis en la oscura soledad de la sala del cine porno, y después escribiendo sobre sus deseos de «ser como los demás»; acto seguido nos presenta a la chica, diciendo que iba vestida de blanco y que «apareció como un ángel», mientras la cámara muestra su aparición en la esquina del upper neoyorquino donde trabaja, observada por un personaje anónimo (el propio Scorsese, aquí en un cameo suculento); Travis consigue seducirla y sale con ella en un par de ocasiones, se muestra obsequioso, y a la vez celoso: no pierde ocasión de insultar a Tom, el white collar que trabaja con ella; sin embargo su relación se quiebra cuando comete el error de llevarla al cine porno, algo que él considera normal y ella inaceptable; tras diversos intentos baldíos de comunicarse con ella (resueltos en una espléndida secuencia en la que vemos a Travis llamarla desde una cabina telefónica en el interior de un edificio, y mientras terminamos de escuchar la parca conversación la cámara abandona a Travis y nos muestra el adyacente pasillo vacío), acude a la oficina en la que trabaja, no para suplicarle, sino para insultarla: «estás en el infierno», le grita, mientras en sus anotaciones/voz en off se queja de que «es como las demás, fría y distante»; así pues, fatalmente para Travis, Betsy no es el ángel salvador que necesitaba, que le hubiera convertido en un tipo corriente, con una motivación sentimental y quién sabe si con una feliz-vida-anodina en pareja y con hijos.
   Al fracasar en ese intento, la del sueño de una vida ordinaria, se enfrenta a la proeza, a su particular instinto de justiciero en (o más bien contra) un mundo desquiciado. Y es en esta tesitura que aparece la otra mujer que es objeto de amor por parte de Travis, Iris, y que no es una mujer, sino una niña, y una prostituta bajo la protección del macarra Matthew/Sport; Travis ve en Iris una imagen de pureza, un proceso de corrupción que aún puede evitarse; por lo que adopta una posición netamente paternal y protectora respecto a ella; quizá tenga que ver con ello una cierta carga de conciencia: en la primera ocasión en que la ve, ella sube a su taxi y le pide «que salga corriendo», y él titubea un instante, el que tarda en llegar Matthew/Sport para llevársela consigo; en la segunda ocasión que se encuentran, ella (y una amiga suya) aparecen de la nada en el asfalto y él está a punto de atropellarlas, pero se detiene a tiempo; la reconoce, y empieza a seguir sus pasos lentamente; finalmente se marcha, y entonces escuchamos otro de sus soliloquios, en el que dice: «he estado solo en todas partes, en bares, en coches, aceras, tiendas… en todas partes; no hay escapatoria, soy el hombre solitario de Dios»: vemos que el mismo hilo de soledad que conectaba al personaje con Betsy (de ida), ahora le conecta con Iris (de vuelta). En lo sucesivo, entrará en contacto con ella para ofrecerle su mano, para ofrecerle dinero para que abandone la vida en las calles. Ella se muestra receptiva con él, aunque en una escena interpuesta —pues él no está— Matthew/Sport vuelve a engatusarla con sus ardides de padre amantísimo. Y ahí se detiene la subtrama de Iris hasta el momento del clímax final, al que ahora nos referiremos.
He mencionado anteriormente que el filme era un progresivo descenso a los infiernos espirituales. No es de extrañar, pues, que ese clímax de la función sea una eclosión de la locura en estado puro. Aunque la secuencia de violencia viene precedida por otra que también debe entenderse unida a idéntico clímax, en tanto que explosión de las emociones (o demonios, según se prefiera) del personaje, aquélla en la que Travis parece que intentará atentar contra el mismísimo senador Palantine, aunque su falta de convicción le traicione y no logre su objetivo; para explicar esta secuencia, aunque se puede citar el ansia de notoriedad de Travis como parte intrínseca de su perfil fabulatorio, no está de más buscar una explicación más acorde con las motivaciones concretas del personaje descritas en el libreto; y para ello debemos volver a buscar a Betsy, la burócrata política: no es anecdótico que Betsy, en tanto que símbolo del orden emocional imposible, trabaje en política; al ver defraudadas sus aspiraciones sentimentales con ella, también declina el último reducto de fe en que la política pudiera ser una respuesta efectiva contra la marginación social y la delincuencia que tanta repulsa le despiertan; de ahí que el tan traído y llevado Palantine (una pegatina electoral del cual está colgada en su estudio), el hombre irresponsable que promete todo pero no da nada, el que genera hombres como Tom y mujeres como Betsy, pase a convertirse en su punto de mira.
   Tras fracasar en ese primer intento justiciero, llegará el segundo, ya en un marco mucho más idóneo para el personaje: en el corazón de la noche y de las calles suburbiales, donde va al encuentro de Sport para matarle, y, después, rescatar a Iris, pasando también por encima del cadáver del grotesco portero de la finca, y de paso, de un capo de los suburbios que requería los servicios de la joven prostituta en aquel preciso instante. Del hiperrealismo con el que se detalla esa violencia sólo puede decirse que ha dejado una huella iconográfica en el imaginario cinematográfico. Y más allá de sus intrínsecas cualidades formales, el hecho de tratarse del desagüe de la deriva psicológica del personaje supone/habilita no pocas y apasionantes reflexiones sobre la violencia y su representación. Es una sucesión diría que casi espasmódica de cortos planos donde se detalla el enfrentamiento a tiros —y finalmente con el cuchillo: todo el arsenal de Travis es empleado— de modo que la violencia sea descarnada —vemos volar la mano del portero, parte de la cara del mafioso, vemos desangrarse a Travis…—; está rodada con un granulado específico que oscurece y embrutece la imagen, y en el montaje Scorsese recurre a imaginativas estrategias que agravan aún más la sensación desquiciada del conjunto (v.gr. la imagen al ralentí mezclada con los gritos del portero en tiempo real, esto es la distorsión entre imagen y sonido). Hay que subrayar que, tras aniquilar a sus enemigos, Travis intenta volarse los sesos, y fracasa porque no le quedan balas (no pudiendo alcanzar, así, el cenit de su planteamiento, explicado tal como sigue por Schrader: «lo que busca es un escape, liberarse de las cadenas mortales y morir de una forma gloriosa»). Queda esa imagen (no menos icónica) del dedo índice mojado en sangre apuntándose la sien. Y después, tras la infernal tormenta, la cámara se aleja parsimoniosamente del escenario, y con ello, del personaje: presenta su renuncia a lo subjetivo en ese picado que nos muestra la panorámica de la habitación, con la policía apuntando a Travis, para después ir deshaciendo el trayecto que el taxista recorrió, fijándose en el cuerpo inerte de Sport, en los restos de sangre en las paredes y suelo, para finalmente mostrar otra panorámica en picado del exterior de la finca, donde se arremolinan los curiosos.
   El epílogo marca la distancia definitiva entre la percepción del espectador y la del propio protagonista, dando voz a otro (¿un tercer?) punto de vista, el que se lee en los rótulos de periódico que ensalzan la dudosa hazaña de Travis. Los padres de Iris le escriben una carta en la que le agradecen lo que ha hecho por su hija. La percepción ajena, incluso la de la opinión pública, encumbra los actos del justiciero. Nos sugestiona la idea de que el heroísmo es imposible en tiempos del cólera, que quizá una sociedad enferma sólo merece un héroe enfermo. Las imágenes, su textura instantes antes henchida de rojo sangre, ahora se han desvaído, y al contraste destilan una poderosa sensación de asepsia. Travis seguirá con su vida, con sus rondas rutinarias. Aunque la vida ordinaria, Betsy, ya no le interesa, porque sabe que ya ha cruzado esa línea, ahora se siente definitivamente un superhombre. El último y quebrado plano de la película revela la última carta de tan prodigioso alambicado narrativo: la captura en imágenes de una fuga mental del personaje: Travis ve algo extraño en el retrovisor, la música de Herrman se eriza: se trata de una duda, un recelo, un sobresalto, o quizá un deseo. Una ensoñación, en definitiva, la que le ha llevado hasta aquí, y desde aquí le seguirá guiando. El territorio que dirime los sentimientos, y luego los actos, del taxista solitario. Lo que se puede expresar de una forma más bella, tal y como lo hizo José Luis Guarner: «Y sería difícil encontrar una imagen más elocuente, vívida y trágica de una época, del hombre moderno en crisis, que el confuso Travis Bickle al volante de su taxi, recorriendo el laberinto de la cárcel en busca de una imposible salida en un tenso vía crucis abocado a un desenlace grotescamente sangriento» (“Muerte y Transfiguración. Historia del Cine Americano/3 (1961-1992)”, Barcelona, Alertes, 1993).•
 
   
     
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Características DVD: Contenidos: 
Menús interactivos / Acceso directo a escenas / Filmografías de Robert de Niro, Jodie Foster y Martin Scorsese / Tráiler de cine / Documental sobre las escenas y entrevistas con Robert de Niro, Jodie Foster, Harvey Keitel, Cybill Shepherd, Peter Boyle, Albert Brooks y Martin Scorsese / Galería de fotos con comentarios / Guión original / Secuencia de Storyboard / Material publicitario / 5 Postales de fotogramas de la película. Formato: Pal 1.85:1, 16:9. Idiomas: Castellano, Inglés e Italiano. Subtítulos: Castellano, Inglés, Italiano, Portugués y Árabe. Duración: 110 mn. Distribuidora: Sony Pictures.
   
     
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Editorial: Dirigido.
Colección: Programa doble nº 26.
Autor: Carlos Losilla.
Fecha de publicación: 1997.
160 pp. Rústica. 12,5 x 19,7 cm. Incluye estudio Johnny Guitar.
   
   
     
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TAXI DRIVER (1976) 

Bernard Herrmann
Arista Records 07822-19005-2.
Duración: 60: 36.
 

COMENTARIO (Por Christian Aguilera): Para los anales ha quedado el binomio Bernard Herrmann-Alfred Hitchcock, permaneciendo en segundo término partes fundamentales de la obra del compositor norteamericano, entre las que se cuenta su excelsa contribución a la Fox. Asimismo, su fallecimiento, acaecido relativamente a temprana edad —a los sesenta y cuatro años de edad—, truncaría las esperanzas de que se desarrollaran asociaciones con otros cineastas —pertenecientes a dos generaciones posteriores a la de Hitchcock—, como Brian de Palma y Martin Scorsese. Casi in extremis, Herrmann pudo entregar la partitura que había escrito para Taxi Driver (1976), toda vez que había dado su aprobación al proyecto después de leer el guión articulado por Paul Schrader, otro cineasta, presumo que se hubiera sumado —en su traspaso detrás de la cámara— a requerir los servicios del genial autor musical.   
   Para los habituados con las maneras compositivas de Herrmann bien entrada la década de los setenta, el score de Taxi Driver tuvo un tanto de sorprendente al trabajar sobre un estilo musical poco frecuentado por éste. A finales de los años sesenta Herrmann ya había recurrido al jazz para crear el comentario musical de Nervios rotos (1968). Pero si para la producción inglesa de los hermanos John y Roy Boulting ese jazz apunta en la dirección de unas líneas delicadas, sin estridencias, de escucha agradable, en Taxi Driver se presenta su reverso al tratar de armar un discurso musical en torno a un individuo, Travis Bickle (Robert De Niro), progresivamente sumido en una paranoia, ayudando a definir su carácter introspectivo y solitario. El saxo empleado expresa como pocos instrumentos ese rasgo del ser humano que, a veces, permanece agazapado y otras sale a la superficie con una idea acoplada de sentirse amenazado por la sociedad que le envuelve. En esta tesitura se mueve Travis, quien convierte sus jornadas laborales nocturnas al volante de su taxi en la observación, según su prisma, de ese mundo en descomposición habitado de criaturas marginales (prostitutas, drogaadictos, vagabundos, maleantes, etc.) En ese tránsito hacia la locura paranoica sufrida por Bickle, Herrmann acomodaría a su score masas orquestales en que se potencia la sección de cuerda y la percusión en forma de tambores que abundan en la idea de esa disciplina militar a la que se somete el ex combatiente de Vietnam en aras a cumplir los objetivos marcados. Herrmann lo hace sin sombra de querer dar un sentido elegíaco, grandilocuente a su partitura musical; más bien trata de captar la dimensión y las texturas de esas sombras que van envolviendo al personaje central de la historia y que, de alguna manera, sirven a la causa para reflejar el estado emocional de la ciudad neoyorquina cuando ésta cruza el umbral de la medianoche. El empleo del arpa abunda en la idea de esa percepción fantasmagórica que tiene el personaje encarnado por De Niro de su propia ciudad y las personas que la habitan, sobre todo en horario nocturno.
Editada por primera vez en CD en 1998 por el sello Arista con la integridad de su banda sonora —a modo de complemento figuraría el contenido del LP de 1976—, incluidos esos monólogos dictados por el pensamiento torturado de Travis, no así de alguno de sus temas de música diegética —“Late for the Sky” de Jackson Browne—, Taxi Driver representaría el canto de cisne de Bernard Herrmann dado que fallecería sin posibilidad ni tan siquiera de haber visionado el film completo y escuchado el acople de su partitura. Martin Scorsese dedicaría su quinto largometraje a Bernard Herrmann en los títulos de crédito, y quince años más tarde recurriría al score que escribió éste para la producción de 1961 dirigida por J. Lee Thompson El cabo del terror para utilizarse en el remake de la misma de título similar: El cabo del miedo (1991). El trabajo de adaptación musical correría a cargo de Elmer Bernstein, el otro compositor de la etapa clásica que asomaría en la filmografía de Scorsese y que hubiera consignado sin mayor dificultad algunos de los tramos de Taxi Driver compuestos por su colega. Sin duda, una de las patas que siguen sosteniendo firmemente el discurso narrativo de un film como Taxi Driver se debe a la tarea musical desempeñada por Bernard Herrmann, cuyo main title produce de facto un efecto asociativo con esa ciudad neoyorquina vestida de negra y con el rostro «ausente» de Travis Bickle adivinándose al fondo, apostado en el interior de un taxi de inequívoco color amarillo.•
   
       
   

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