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El confidente
The Friends of Eddie Coyle
     
    Director (es) : Peter Yates
    Año : 1973
    País (es) : USA
    Género : Thriller
    Compañía productora : Paramount Pictures
    Productor (es) : Paul Monash
    Compañía distribuidora : Suevia Films/Cesáreo González
    Guionista (s) : Paul Monash
    Guión basado en : en la novela homónima de George V. Higins
    Fotografía : Victor J. Kemper en Technicolor
    Diseño de producción : Gene Callahan
    Director (es) artistico (s) : Gene Callahan
    Decorados : Don Galvin
    Vestuario : Eric Seelig
    Maquillaje : Irving Buchman
    Música : Dave Grusin
    Montaje : Patricia Lewis Jaffe
    Montaje de sonido : Ron Kalish
    Sonido : Richard Raguse, Dick Vorisek
    Ayudante (s) de dirección : Peter Scoppa, Sal Scoppa Jr.
    Duración : 102 mn
   
     
    Robert Mitchum
Peter Boyle
Richard Jordan
Steven Keats
Alex Rocco
Joe Santos
Mitchell Ryan
Helena Carroll
Peter MacLean
Kevin O'Connor
   
   
    A pesar de su avanzada edad, Eddie «dedos» Coyle se resiste a abandonar la actividad delictiva que ha presidido gran parte de su vida. Eddie, no obstante, desconfía de aquellos que presumen ser sus amigos y se limita a seguir su propio instinto de supervivencia. El propósito de Coyle es hacer un doble juego que concierne a la policía y a un grupo de traficantes de armas. Su inminente entrada en la cárcel le hace mostrarse cauto en su forma de actuar, tomando decisiones propias y evitando que se descubra su doble intención de engañar a unos y a otros...
   
   
   

LA OBRA MAESTRA DE PETER YATES
 
Por Adrián Sánchez
The Friends of Eddie Coyote —mejor olvidar directamente la pobre rebautización española como El confidente—, es o tal que así me lo parece, una obra maestra. Paradójicamente olvidada pese a estar protagonizada por una estrella del calibre de Robert Mitchum y haber sido dirigida por nada menos que el firmante de Bullit (1968), Peter Yates, tiene también perdida entre su filmografía alguna otra joyita como El relevo (1979) film melancólico y extrañamente dulzón sobre la amistad, la responsabilidad y el final de la juventud. Con estas credenciales y todo la película pasa por el total olvido o la más absoluta desaparición hasta el punto de no figurar, no ya analizada sino siquiera consignada en el, por otra parte, estupendo dossier que la revista Dirigido publicó entre su números 363, 364 y 375 en los tres primeros mese del año 2007. Las razones de esta invisibilidad quizás habría que buscarlas en la propia naturaleza incómoda, desagradable casi, de la película, en su frialdad expositiva, en su crudeza y en una sordidez que sorprende incluso para los estándares el cine policiaco coetáneo.  Basada en una prestigiosa novela de George V. Higgins que confieso no haber leído así que no se hasta que punto la película le es fiel o refleja con propiedad tanto los ambientes como los tipos o la propia psicología interna de los personajes. Desconozco cuantos hallazgos son propios o exclusivos del film y cuantos están escrupulosamente tomados del libro así que, al no tener donde comparar la película me parece por si misma excepcional. De una veracidad imponente, esa autenticidad a la que el cine debe aspirar, una autenticidad que no es realismo (por más que la textura de sus imágenes lo sea) porque las cosa en el cine no «son» reales, deben «parecer» reales, que no es lo mismo, debes poder creértelas sin siquiera conocerlas.
 En The Friends of Eddie Coyle todo es creíble, todo es auténtico, los bares, las calles desangeladas de el extrarradio bostoniano, el rostro cansado y los andares pesados de un perfecto Robert Mitchum que sabe volver su decadencia física a favor de un personaje como Eddie Coyle, un «conseguidor» para ladrones en este caso, un «conseguidor» de armas se entiende, un veterano profesional metido en problemas por culpa de una una larga condena pendiente en New Hampshire por contrabando interestatal que puede costarle el resto de sus días entre rejas y que será la razón que empujara al personaje hacía la traición. Un tipo que ni es el más listo, ni es el más duro, ni nada. Un hombre corriente con una esposa de su edad y un par de crios, que se dedica a esto como podría haber sido conserje de un colegio.
   Clase baja criminal sin mayores aspiraciones que sobrevivir. Suburbial y corriente, siendo este uno de los rasgos más interesante de la película la representación cotidiana de los fuera de la ley como personas ordinarias, la manifestación del sub-mundo del crimen como un lugar de trabajo casi como cualquier otro, más peligroso claro, pero con las mismas aspiraciones pequeñoburguesas, con las mismas miserias del día a día. Desnudado de todo romanticismo o glamour, de cualquier supuesta ética entre ladrones, de cualquier código. El concepto mismo de fidelidad ha quedado abolido si es que en algún momento existió, no ya en la realidad sino en la ficción que es a lo que este film responde con puro sulfuro.
   Yates articula el film con una audacia digna de mención a través de una estructura narrativa impresionista formada más por el retrato de caracteres y sus pequeñas historias, un tapiz de personajes que se entrecruzan a través de las armas, un dispositivo que a veces puede dar la impresión de no avanzar pero en realidad lo que hace es esperar y bajo el que repta una historia central fatalista absolutamente noir, un hilo tan fino que casi no vemos hasta que nos damos de bruces con el en los desoladores últimos quince minutos y que al mirar atrás aparece con total claridad. Pero además sabe dejar claro con rotunda negritud y sin piedad el tema que atraviesa toda la película: la mentira, la utilización, el engaño. Los personajes no parecen tener escrúpulos o bien la necesidad les aprieta demasiado y usan de la manera más miserable y rastrera imaginable a sus supuestos compañeros o colaboradores, hay una total deshumanización, una frialdad encubierta por el falso respeto y la camaradería. De ahí la brutal ironía que encierra el título original porque Eddie Coyle no tiene amigos, nadie tiene amigos.    Así pues, tenemos a Eddie Coyle que trafica con armas a pequeña escala, a una tremendamente eficaz  banda de ladrones que está azotando Boston con el método  de retener a los familiares de los jefes de la sucursales y luego atracarlas desde dentro a los que Coyle proporciona las herramientas (tres golpes visualizados todos de diferente manera y con un punto de estilización ausente casi totalmente en el resto de la película, que resultan por si mismas pequeñas exhibiciones de dominio «metronímico del tempo narrativo y de la utilización del suspense), cerca suyo a un joven ambicioso y chulesco que vende a su vez las armas a Mitchum, presentado en la primera escena en un choque generacional que parece incomodar a Eddie que le explica como se ganó el apodo de «dedos»: le rompieron los nudillos por no cumplir y pasarse de listo.  Rondándolos interviene el policía Dave Foley, al que interpreta Richard Jordan (actor digno de revalorización y muy activo durante los 70, presente en un buen puñado de títulos de interés y que volvería a coincidir un año después con Robert Mitchum en la estupenda Yakuza de Sydney Pollack), indiferente y manipulador pero a la vez también un profesional, que sabedor de la condena de Eddie decide apretarle las tuercas para usarlo como chivato frete a los ladrones que sospecha (y con razón) son viejos socios suyos. Y en la sombra un último personaje excepcional, Dillon:  uno de los mayores hijos de puta del policiaco de la época, que ya es decir, al que interpreta además, en una elección que demuestra no poca sagacidad, un actor de aspecto entrañable y bonachón como es Peter Boyle (uno de los grandes secundarios del cine norteamericano, celebérrima criatura de Frankenstein para Mel Brooks en su divertidísima El jovencito Frankenstein o «El mago» en Taxi Driver). Un personaje complejísimo que modula con una precisión insultante. Un barman  amigo del protagonista y culpable de ese pleito que le tiene jodido, que sabe todo de todos, confidente de este policía y asesino por contrato, amén de figura clave en todo el drama que planea sobre las espaldas de Eddie Coyle, el hombre que venderá a Eddie Coyle por 5.020 dólares. Porque cuando doble la rodilla y decida entregar esa pieza mayor tras la que anda Foley esta ya habrá caído por mediación de su otro confidente, Dillon y el tipo que iba a ayudarle le da la patada como a un perro. Así el personaje de Mitchum es dejado a la deriva en un mundo al que ya no pertenece, en el que es una anacronismo con un código que solo el sigue, un código que cuando decide romperlo e intentar coger ese último tren al presente es descabalgado por unos personajes a los que todo esto es ajeno, estamos muy lejos de crimen pagando siempre del periodo clásico o de la estilización melvilliana, como dice Fernando Di Leo gran renovador del «eurocrimen» en una entrevista, «Melville era mucho mejor director que yo pero sus delincuentes no eran de verdad», estos si son de verdad y parafraseando a Kiko Veneno: «te venden por un plato de sardinas». En este caso por algo más, a Boyle le ofrecen 5000 dólares por el chivato, dice que el chivato es Eddie «dedos» Coyle. Hay trato. Hasta aquí The Friends of Eddie Coyle es una muy buena película, excelentemente ambientada, muy bien interpretada y dialogada, moviéndose con minuciosidad y buen ritmo que equilibra lo cadencioso y lo vigoroso. Pero en esta última parte aparece su verdadera naturaleza, su dimensión real. La fealdad y la frialdad de la propuesta ocultan el perfecto perfilado de un personaje desbordante de humanidad ante el que es imposible no haberse encariñado a estas alturas, la desolación de este clímax final es insoportable porque lo que vemos es a un muerto. Convencido por este viejo amigo para ir al hockey, donde Eddie agarra una cogorza monumental lo que hace todo aun más patético. De vuelta a casa se duerme en el coche, el pobre cabrón ni siquiera sabe que lo van a matar. Boyle le descerraja un tiro en el cráneo: —«nunca estará más muerto que ahora» es el epitafio para Eddie Coyle—. Yates tiene el elegante gesto de ahorrarnos lo gráfico de la ejecución reducida a un estruendo y un agujero en el cristal sacando al personaje central de plano. El coche será abandonado en un desangelado aparcamiento ya al día siguiente otros veinte dólares cambien de mano, de Eddie Coyle no se acuerda nadie, todo sigue igual con el o sin el.  Así se compone uno de los Films más desoladores y deprimentes que haya visto, hasta el punto de casi resultar comprensible su desaparición pese a ser lo mejor que Peter Yates haya rodado nunca, un artesano que sabía poner el cool en Bullit y sabe igualmente que aquí hace falta otra cosa, que nada tiene que ver ese estiloso jersey de cuello alto de Steve McQueen con la informe gabardina gris de Robert Mitchum. Sin duda esta película representa lo mejor del policiaco de aquella época tan brillante y fructífera: su falta de concesiones, lo que no quiere decir ausencia de humanidad o incluso de ternura sino un compromiso total con el material que se tiene entre manos y el compromiso en The Friends of Eddie Coyle es absoluto, quizá de ahí que sea una película fuera de los circuitos.•
   
     
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Características DVD: Contenidos: Menús interactivos / Acceso directo a escenas. Formato:  Pal 1.85:1 . Idiomas:   Castellano e Inglés. Subtítulos: Castellano. Duración: 102 mn. Distribuidora:  Paramount Spain. Fecha de lanzamiento: 21 de abril de 2010.
   
     
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Editorial: Libros del Asteroide.
Autor: George W. Higgins.
Fecha de publicación: septiembre de 2011.
216 pp. 15,0 x 22,0 cm. Rústica

COMENTARIO (Por Adrián Sánchez): «El crimen hace iguales a todos los contaminados por el». Esta cita al poeta latino Marco Anneo Lucano que cierra Los amigos de Eddie Coyle sintetiza su discurso con claridad inequívoca. Todos sus personajes, los traficantes de armas, los policías, los chivatos, los asesinos a sueldo, los atracadores, sus amantes, los mafiosos, los muchachos revolucionarios... todos los que orbitan alrededor del crimen resultan indistinguibles. Todos se sirven unos de otros, todos ejercen el mal de forma cotidiana, sin noción de su propia maldad, sin intención de hacer daño a otros y sin importarles si se lo hacen. Son cosas que pasan, es el oficio. En el mundo de Eddie Coyle el ser humano es un instrumento para lograr algo. Algo fútil, que se desvanece al instante para correr turno hacia el siguiente objetivo. «Las cosas cambian todos los días» dice un personaje en los párrafos finales de la novela. «Pero apenas se nota» le contesta otro. «Eso, sí. Apenas». Una lógica implacable, irónica, sutilmente satírica, que aleja al libro del mero testimonio inmediato de psicologías, tipologías y maneras de actuar dentro del submundo criminal bostoniano. Los amigos de Eddie Coyle está escrito de forma elaboradísima, decantado a su esencia, superando, de forma sofisticada, la apariencia de documento instantáneo realista. Es una superación del realismo mediante la estilización literaria, es hiperrealismo. Tan auténtico que alcanza una verdad de orden superior.
   En su momento escribí esto sobre la formidable versión cinematográfica —bautizada para su estreno comercial en nuestro país El confidente (1973)— que Peter Yates filmó con Robert Mitchum: «(...) Desconozco cuantos hallazgos son propios o exclusivos del film y cuantos están escrupulosamente tomados del libro así que, al no tener donde comparar, la película me parece por si misma excepcional. De una veracidad imponente, esa autenticidad a la que el cine debe aspirar, una autenticidad que no es realismo (por más que la textura de sus imágenes lo sea) porque las cosa en el cine no “son” reales, deben “parecer” reales, que no es lo mismo, debes poder creértelas sin siquiera conocerla” Leída la novela de Higgings no queda más que certificar la extraordinaria cercanía tonal y espiritual del film de Yates por más que este tome licencias con respecto a la trama central, más opaca en el film, o reduzca el número de personajes. El escritor Howard W. Higgins.Igualmente altera el tono satírico y vertiginoso del original, presente en unos diálogos que son el cuerpo mismo de la novela, por un aire pesimista y cadencioso, a juego con el físico pesado de Mitchum. De igual modo Eddie Coyle pasa a ser el centro absoluto de un relato cinematográfico que se pega a él como una segunda piel, contrariamente a la novela, que se abre a un reparto coral de personajes de similar importancia, por mucho que todo el edifico pivote alrededor de los últimos días de Eddie “Dedos”, hampón de tercera. Lo que Yates traslada a la perfección es el ambiente, la narrativa impresionista, la vigorosa galería de tipos, la penetración psicológica alérgica, paradójicamente, al “psicologismo” y la captación, en definitiva, del universo de la “clase baja criminal sin mayores aspiraciones que sobrevivir. Suburbial y corriente, (...) la representación cotidiana de los fuera de la ley como personas ordinarias, la manifestación del sub-mundo del crimen como un lugar de trabajo casi como cualquier otro, más peligroso claro, pero con las mismas aspiraciones pequeño burguesas, con las mismas miserias del día a día. Desnudado de todo romanticismo o glamour, de cualquier supuesta ética entre ladrones, de cualquier código. El concepto mismo de fidelidad ha quedado abolido si es que en algún momento existió» (extraído del comentario publicado en esta misma ficha).
   La narrativa criminal norteamericana parece un inagotable vivero que, estacionalmente, se expande adelante y retrospectivamente, en base a un intrincado sistema de influencias que se retroalimente, descubriéndose las unas a las otras. Así, los escritores de nervio pulp como Cornell Woolrich, Jim Thompson o David Goodis, poco después el outsider Chester Himes, llevan primero a James Ellroy y de ahí al redescubrimiento del genial Edward Bunker —publicado en España ahora mismo gracias a otra pequeña empresa Sajalin que ha puesto en circulación la deliciosamente pulpy Stark y esa obra maestra que es No hay bestia tan feroz—, y de modo semejante los libros del ex policía Joseph Wambaugh incorporaban una reverberación que remitía de inmediato a los chicos del distrito 87 del ciclo del renovador de la novela policial Ed McBain en los 50. George V. Higgins es el (pen)último descubrimiento y al igual que Wambaugh conocía el sistema de primera mano; había sido ayudante de fiscal, abogado y antes periodista. Pero su estilo es muy distinto: minimalista, elíptico, una rara combinación de abstracción y cruda verdad. Tan membrudo, tan moderno, que leído hoy permanece igual de estilizado, de adictivo, de sorprendente, de auténtico.
El rasgo más definitorio y llamativo de Los amigos de Eddie Coyle es su carácter de novela dialogada. Higgins quita todo lo de alrededor, minimiza las descripciones, escuetas pero exactas, especialmente las geográfica, hasta el punto de convertir Boston en un elemento capital de al atmósfera y del relato. Por esta vía aparecen los herederos, a los cuales, paradójicamente conocimos antes que al padre y que ya nos son familiares, con lo cual la novela presenta el aliciente, añadido, de asombrarse con la manera el la cual sus ajustadísimas ciento noventa y tres páginas ejercen su influjo hasta hoy mismo. Su carácter de fresco urbano, la ejemplar ecuanimidad moral con la cual retrata a sus personajes, no resulta difícil de detectar en eso que Dennis Lehane llama en el prólogo el «American noir». No es casual que sea un autor como Lehane el convocado para escribir la introducción tampoco es casual que fuese, en su momento, partícipe de esa gran novela americana televisada que fue The Wire, ejemplo perfecto, en todos los sentidos, de los caminos más estimulantes de la nueva novela negra en USA. Higgings está en The Wire. Está en David Simon como creador que todo lo aprendió ejerciendo de periodista en Baltimore y está en otro excelente novelista como George Pellecanos, quien ejerció en la serie de HBO como guionista y productor. En ellos está los personajes, sus conflictos cotidianos, los estratos de la ciudad, la caracterización al detalle, esa autenticidad que ya he nombrado tanto. Está la idea, también, de sobreponerse a la narración criminal, a la investigación, dejando esta como un fondo sobre el cual actúan unos personajes de clase obrera peleando una batalla que no podrán ganar, como mucho pueden sobrevivirla. Así el crimen es el lugar del conflicto pero no es exactamente el conflicto. Algo que ya estaba en Ed McBain y que está en Los amigos de Eddie Coyle, título antológico, de despiadada ironía, por cierto.
Pero me estaba refiriendo al diálogo, esa ”música de callejón” por usar el título en español de una reciente novela de Pellecanos, en la cual suena, inconfundible, el tono familiar de las calles de Boston (Lehane), Washington (Pellecanos) o Baltimore (Simon). Una poesía áspera, hecha de circunloquios, digresiones y chascarrillos, bravuconería, agresión e inseguridad. Pulida hasta hacerla tan literaria que no parece literatura, una característica que la acerca mucho (bueno, más bien al revés) a la métrica y la rítmica particular de David Mamet. Un proceso elaboradísimo de transfiguración de lo alambicado en imagen de espontaneidad. También es fácil escuchar a Quentin Tarantino, claro, está otro reivindicador del presente autor como antes lo fue de Edward Bunker, aunque quizás la influencia del primero le venga dada por la persona interpuesta de Elmore Leonard, un reconocido fan y heredero en ciertos aspectos., Al igual que Higgings, aunque con una óptica más colorista y ligera, siempre ha privilegiado el personaje y el ambiente sobre la trama, por lo común anecdótica y mero soporte para elaborar una abigarrada galería de personajes inolvidable, tal y como aquellos que nos presenta Eddie Coyle en este libro, al fin y al cabo un retablo costumbrista con la excusa de una historia de criminales contrarreloj.•
   
       
   

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