
A mediados los años cuarenta Hal B. Wallis (1899-1986) creó su propia empresa productora después de haber servido en la Warner Bros por espacio de casi una docena de años, habiendo tomado el relevo de Darryl Z. Zanuck. De su paso por esta
major Wallis dejaría anotado la posibilidad de reclutar para una de sus primeras producciones a los principales artífices creativos de
Edge of Darkness (1943), esto es, el director de origen ruso
Lewis Milestone y el guionista neoyorquino
Robert Rossen, además de fijarse de manera particular en la actriz Judith Anderson en un rol secundario al servicio de esta cinta de corte bélico. Todos ellos acabarían formando parte del segundo proyecto de la empresa de nuevo cuño, nacida a partir de una historia original obra del dramaturgo John Patrick cuyo título
Love Lies Bleeding pasaría a denominarse
The Strange Love of Martha Ivers en su formato cinematográfico. Su denominador común, el sustantivo «amor» en todo caso no respondía a los patrones de un aliento romántico cautivo de algunas producciones de la época. Mas, la presencia de Rossen al frente de la escritura del libreto (descontada la participación no acreditada de Robert Riskin) reforzaría ese sentido nada edulcurado sobre el sentimiento amoroso que había administrado en su condición de guionista a sueldo de la Warner hasta entonces y que prolongaría en su doble faceta de director-guionista a raíz de su debut con
Johnny O’Clock (1946). La escritura del guión llevó su tiempo a Rossen, sabedor de las posibilidades que permitía un relato corto a la hora de ir añadiendo subtramas, la más evidente de las cuales razona sobre ese sentido de la corrupción y del chantaje que implica al Fiscal del Distrito Walter O’Neil (Kirk Douglas)

en una próspera localidad del interior de los Estados Unidos (Iverstown), a modo de anuncio de su compromiso adquirido años más tarde con la adaptación a la gran pantalla de la novela de Robert Penn Warren
Todos los hombres del presidente, ya con los ropajes propios de un
metteur en scène. Pero a diferencia de
El político (1949), el deseo de O’Neil por hacerse con el cargo de gobernador queda fuera de campo en
The Strange Love of Martha Ivers, ya que principia en el relato servido tras las cámaras por Lewis Milestone el bosquejo psicológico de tres personas de edades similares —el citado Walter, Sam Masterson (excelente Van Heflin) y Martha Ivers (Barbara Stanwyck, haciendo acopio de una maldad que parece prorrogar a su personaje de
femme fatale en
Perdición)— que vivieron en carne propia un oscuro episodio en el pasado en la mansión de los Ivers tutelada por la tía del personaje epónimo de la función (Judith Anderson, con la sombra de
Rebeca planeando sobre su interpretación; la escenificación de orientación gótica contribuye sobremanera a ello). La figura déspota y altiva de ésta última acaba resquebrajándose cuando la adolescente Martha (Janis Wilson) descarga su ira contra Mrs. Ivers, al punto que al precipitarse por las escaleras pierde la vida. Walter (Mickey Kuhn), lejos de delatarla, encubre un homicidio involuntario con las

consecuencias que traería consigo dieciocho años más tarde. La casualidad en forma de percance automovilístico ocurrido en los dominios de Iverstown quiere que Sam, ya instalado en la treintena, regrese a un pasado lejano a través de entrar nuevamente en contacto con Martha y Walter, esta vez, con las facciones de Barbara Stanwyck y Kirk Douglas. De manera inteligente, Rossen despliega sobre el tapete narrativo las enseñanzas derivadas de la asimilación a las claves del melodrama
noir ribeteado de elementos góticos, parejo al mostrado por
Alfred Hitchcock en la mencionada
Rebeca (1940) u
Orson Welles en
El cuarto mandamiento (1942), y por otro director de ascendencia rusa, Gregory Ratoff, en la coetánea
Moss Rose (1947). Lo hace con esa inclinación propia de un cineasta comprometido en lo ideológico, persuadido por la idea de escarbar bajo esa superficie de aparente calma y sosiego que implica al municipio de Iverstown. Así pues, Rossen “detona” la carga necesaria relativa a aspectos de naturaleza política en determinados tramos del film para que el espectador vaya dando forma a su particular visión sobre unos personajes sojuzgados por un pasado colocado en tiempo presente, siguiendo así unas dinámicas psicologistas que conformaron los pilares narrativos del género
noir a lo largo de los años cuarenta y cincuenta. Juicios morales y éticos que se filtran en el (sub)suelo argumental de
The Strange Love of Martha Ivers completado, a la postre, por un cuarto vértice, el que corresponde a Toni Marachek (Lizabeth Scott) que, como señala Sergi Grau en su esclarecedor análisis del film en la monografía
Barbara Stanwyck: una gran señora de Hollywood (T&B Editores, 2015), es la única que no debe rendir cuentas con el pasado y que acaba siendo el botón de ancla de Sam una vez el dipsómano Walter y

Martha resuelven cerrar el círculo de esta peculiar historia que se remonta al otoño de 1928, a las puertas de que los Estados Unidos padezcan un periodo tormentoso en lo económico, lo político, lo financiero y lo social. Tras la tempestad llega la calma; el país recobra el pulso y, a la altura de la segunda mitad de los años cuarenta, localidades como Iverstown se "dejan" acompañar a su entrada y salida del rótulo «floreciente ciudad industrial», prácticamente las últimas palabras que podemos leer en este soberbio melodrama manufacturado a espaldas de las
majors, pero con un equipo artístico y técnico que seguía militando o militaría posteriormente en la primera división de la industria cinematográfica estadounidense con mención especial para un debutante Kirk Douglas, el «hijo del trapero» que salió airoso del envite.•