|
|
Características DVD: Contenidos: La película / Menús interactivos / Acceso directo a escenas / Versión cinematográfica y Versión extendida / Comentarios por John Mac Tiernan y Jackson Degovian / Escenas comentadas por el productor de efectos especiales Richard Edlun / Comentarios escritos por miembros del reparto y equipo. Disco 2: Material adicional: Escenas inéditas / Partes eliminadas / Tomas alternativas / Taller de editar escenas / Tres escenas multiángulo / Taller de mezclas de audio / Sobre el reparto / Artículos de revistas interactivos / Campaña de publicidad / Galería de fotos / Guión / Trailers / Anuncios de TV / Dos topos. Formato: Pal Widescreen 2.35:1, 16:9. Idiomas: Castellano e Inglés. Subtítulos: Castellano e Inglés. Duración: 126 mn. Distribuidora: Twentieth Century Fox.
La mofa de la que hace gala el villano alemán Hans Gruber (Alan Rickman) para describir irónicamente al héroe encarnado por Bruce Willis, es sin ningún género de dudas, uno de los signos de identidad sobre los que se sustenta la idiosincrasia de un film como La Jungla de cristal (1988). Gruber se refiere a McClane (Willis) como el típico mocoso estadounidense adicto a las increíbles aventuras perpetradas por (y para) John Wayne o John Rambo. Y esto es, el efecto de La Fantasía evasiva surgida del cinematógrafo, y la concreta identificación de un grupo de personas, sustentada por el recuerdo pretérito y/o la sensación visual presente. Un etiquetado concluyente y muy significativo por lo que a época mencionada se refiere, que ahonda en esa teoría definitoria de toda una generación, por lo que, en el caso que se produjese, no debería sorprendernos en absoluto que actualmente, un sucinto análisis de los action movies realizados durante las décadas de los 80 y 90 del pasado siglo, podría alcanzar frívolamente el cruel marchamo de aquellos gags diseñados y llevados a cabo años atrás por Mel Brooks en cualquiera de sus anárquicas y desprejuiciadas revistaciones genéricas. Sin embargo, personalmente considero que, quedarse en tal somera conclusión para etiquetar al seminal film de la saga de La jungla (1), sería tanto una ligereza como el desperdicio de una oportunidad perdida, para acercarse con interés a un estupendo film, a pesar de que su envoltorio (en una primera impresión) desprenda comercialidad amén de cierta banalidad, además de pura y dura evasión por todos sus poros.
Según diversas fuentes, el origen de un film como Die Hard (título original, cuya traducción vendría a significarse como duro de matar) cabría buscarlo en Comando (1985); un exitoso (y desdeñable) filmperpetrado por Mark L. Lester a mayor gloria de la testosterona vigente en aquel período. Su argumento era idea de Steven E. de Souza que asimismo se hizo cargo del guión cinematográfico. De Souza, guionista bregado en sus inicios en la televisión (El hombre de los seis millones de dólares, La mujer biónica, El coche fantástico, etc.) empezó a "labrarse un nombre" en el panorama cinematográfico, con su participación en la confección de guiones para films como Límite: 48 horas (1982), el mencionado film de Lester o Perseguido (1986). El concurso de Arnold Schwarzenegger en estas dos últimas, iría concretando en cierto modo los trazos formales (y arquetípicos) de los films en los que participaba. En un principio, con Die Hard, la ideaera llevar a cabo una secuela de Commando, también con el actor austriaco al frente del reparto, pero con John McTiernan asumiendo las labores de realizador, el cual ya venía de dirigir al otrora Míster Universo en la muy interesante Depredador (1987). Sin embargo, al no llegar Schwarzenegger a un acuerdo con los productores, este declinó la oferta (en el guión inicial su personaje visitaba a su hija en el edificio Nakatomi) por lo que el proyecto pasó a realizarse como una historia ajena a la inicialmente prevista.
Una historia por tanto independiente y que bebía de la novela de suspense —pulp— Nothing Lasts Forever, escrita en 1979 por Roderick Thorp; secuela a su vez de The Detective, adaptada también para el celuloide en 1968 por Abby Mann, para que Gordon Douglas dirigiera a Frank Sinatra en el brillante film de idéntico título. Así pues, el personaje nacido de la pluma de Thorp, de nombre Joe Leland es rebautizado por los guionistas de Souza y el más clásico Jeb Stuart —a quien curiosamente debemos el guión de 48 horas más (1990) y de El fugitivo (1993)—, con la gracia de John McClane para el film de McTiernan.
Llegados a este punto, sería el momento de hacer un inciso y detenernos en John McClane, el anárquico e incorregible policía protagonista. De lo que no cabe ninguna duda es que la figura de Bruce Willis, descalzo, con camiseta sucia de tirantes y provisto a la sazón de armas automáticas, es el activo más popular y recurrente que ostenta la saga de La jungla de cristal. Como apuntábamos más arriba, ante la negativa de Arnold Schwarzenegger, nombres como los de Sylvester Stallone, Burt Reynolds, Richard Gere, Harrison Ford y Mel Gibson se perfilaron como el posible rostro de McClane. La negativa de todos ellos llamó a la puerta de Willis, un actor conocido en aquellos tiempos por su faceta más cómica merced a su participación en la popular serie televisiva Luz de luna y a su protagonismo en un par de films de Blake Edwards: Cita a ciegas (1987) y Asesinato en Beverly Hills (1988). Tal elección de cast se convirtió en un acierto inesperado por parte de los productores ya que gracias al eficaz y brillante tratamiento otorgado a McClane por parte de Willis, la combinación de mezcla de chulería, sarcasmo y presumible tipo duro, conseguía desarmar a todos sus antagonistas convirtiéndolo de ese modo en un héroe socarrón ciertamente atípico. «Nueve millones de terroristas en el mundo y tengo que matar a uno con los pies más pequeños que mi hermana» (sic). McClane dixit necesitado de unos zapatos.
Una «cinta-bisagra» de las action movies de los 80
Centrándonos en el film, de primeras apuntar que en el índice de la cronología de las películas de acción (una legión) realizadas a partir de la década de los 80, La jungla de cristal disfruta por pleno derecho, de la condición de erigirse en el film que iniciará un giro en las intenciones formales del género. En cierto modo se convierte en una especie de «film-bisagra» de la Revolución que partir de ese momento había de concurrir en el panorama cinematográfico del cine comercial. Su influencia es tal, que a partir de él, las estructuras narrativas de los films venideros respetarían en grado sumo tanto las cadenas de códigos de lenguaje establecidas por él (ritmo y tensión a raudales) así como el dibujo de la iconografía específica que representará al héroe. A mi juicio, los mimbres artísticos de este éxito deben buscarse en la personalidad e inquietudes del realizador John McTiernan, el cual reinventará con acierto la esencia del género a partir de particularidades como el talento o el dinamismo que desprende su cámara tanto para la acción, el suspense y el horror como desarrollando ideas concretas sobre la necesaria regresión de ese héroe a sus orígenes más consecuentes. En Depredador por ejemplo, Schwarzenegger se verá obligado por las circunstancias a volver a un estado primitivo (ancestral) para derrotar a un enemigo que viene del futuro o del espacio exterior y en Los últimos días del Edén (1992), el enemigo no le viene de fuera al científico protagonista encarnado por Sean Connery, sino que es el Progreso que con una deforestación pone en peligro el único lugar —en la selva virgen— en el que parece encontrarse una cura contra el cáncer. Unas ideas estas que no se puede articular y desarrollar en el ínterin del film entre los personajes, utilizando relaciones dialécticas y/o didácticas (racionalmente hablando), y que por el contrario, la fuerza que alcanzarán sus actos, sus motivos, dentro del hostil y desconocido entorno en el que se ven obligados a moverse (haciendo uso del lenguaje cinematográfico), se desencadenarán escénicamente, mediante concretos comportamientos de ruda textura física, alejando con ello del conflicto, cualquier atisbo de razonamiento, debido posiblemente a una constante necesidad de improvisación.
La primera escena de La jungla de cristal ya condensa por sí sola toda una declaración de intenciones en el discurso de McTiernan. El sonido de un reactor ante una pantalla oscura antes de los créditos. El sol, una pista de aterrizaje y a la derecha del encuadre un avión aterrizando. Ya en el interior del avión, esa luz del sol se detendrá en un personaje (McClane) que viaja solo. Aferrado a su asiento. Su angustiada mirada mostrará su necesidad de hallar empatía y ayuda con alguien de los que le rodean, al encontrarse ante una situación que le desborda; volar en este caso. En su búsqueda, su mirada se cruzará con los ojos y el rostro de su compañero de vuelo. La tranquilidad de sus facciones, en contraposición a las del personaje de Willis, parecen indicarnos que este se encuentra relajado como si saliera de un apacible sueño. Voluntario o involuntario. Y con ese encuentro, erigido a través de una frase banal y absurda entre dos completos desconocidos, McTiernan estará presto para introducirnos en una situación atenta a contemplar/transitar dos universos; dos situaciones contradictorias entre ellas y moradoras de la misma narración (2). El ser humano sobreviviendo en un entorno —¿humano?— claramente anormal para sus posibilidades frente a otro que, ignorante todavía, le está alertando de que inconscientemente, deberá aceptar una serie de acontecimientos, normales para otros, que se sucederán a partir de ese viaje de avión. Un sujeto que está solo y confluyendo en dos realidades paralelas que aunque parezca lo contrario no le serán ajenas en absoluto. Es más, ya en tierra, incluso la misma onírica introducción en escena de la torre Nakatomi, visualizado en el horizonte y casi como simbólico refugio de un nigromante, la utilizará McTiernan para empezar a agregar ciertos elementos en el decorado que vayan vistiendo y dando forma a ese universo al que nos está conduciendo y que ahora ya, definirá una película con un planteamiento claro: reducir tanto el espacio como el tiempo de la acción. Un edificio. De noche. Un mundo de ensueño, apaciguado y firme en su visión de conjunto pero claramente estresado en sus entrañas como veremos a continuación. Una realidad poblada por muchos rostros, que se alternan. Rostros de reflejos y de dobles caras, sumamente frívolos a la hora tomar sus decisiones. En definitiva un mundo de cristal, que al estar poblado de sujetos arquetípicos, irán alertando más si cabe al espectador de la condición regresiva y de fuera de juego en la que se encuentra nuestro “simpático” protagonista. Más adelante, incluso Gruber, el antagonista genialmente interpretado por Alan Rickman, dará la justa medida a las limitaciones y carencias de McClane en cada una de sus confrontaciones, ya sean directas o a través del walkie talkie. Un McClane al que su objetivo, su empresa, acompañado/armado de un oso de peluche (compañero para el sueño) está en unas alturas, en un estadio superior, que él no alcanza a comprender. En la planta de un edificio que bien podía ser el hogar del Mago de Oz como el renacimiento de un El coloso en llamas (1974) al borde del abismo. Pero de la misma manera que llegado el momento del asalto, el personaje de McClane deberá mostrar una cierta regresión a los ojos del espectador (una licencia para la platea pero no para el personaje, ya que él se muestra tal cual es), para desarticular la amenaza terrorista / atraco que se ha adueñado del edificio Nakatomi, McTiernan también echará la vista atrás y construirá el tempo de su película teniendo presentes pretéritos films como el prácticamente desconocido Split second (1953) u Horas desesperadas (1955), para sus formas a la hora de mostrar el enfrentamiento del héroe contra unos secuestradores. Ahora bien, los ochenta y su cultura, permitirán un acercamiento a la trama mediante unos modos más joviales. Más caricaturescos si cabe. En la retina del espectador estaban presentes Mad Max, Terminator, los moteros de Calles de fuego (1984), Robocop o Los inmortales de «solo puede quedar uno» Y con ello se dará pie a inconcebibles set pieces plenas de explosiones superlativamente filmadas y unas escenas de acción (montañas rusas) con épicos y subjetivos movimientos de una cámara tutelada por un relato ágil, inverosímil y desenfadado como no podía ser de otro modo, pero coherente en las formas con la época en el que se realiza. Una época (histórica y socialmente hablando) marcada por la firma —un par de años atrás- del Acta Única Europea, destinada a eliminar las trabas a la libre circulación de mercancías a través de las fronteras de la Unión Europea (de ahí posiblemente la nacionalidad alemana —oriental— de los terroristas), la presencia del imperialismo japonés en el mundo de los negocios, el exceso como marca de fábrica del comportamiento de los yuppies, la saturación y permisibilidad de los medios de comunicación ( interesante a nivel argumental el cometido y personaje de William Atherton en su apunte sobre la privacidad de las personas) y un repaso a ciertos valores humanos donde el concepto machista ya estaba en tela de juicio, como también lo estaban los matrimonios pretendidamente modernos o la -inestable- estabilidad de las familias tradicionales debido a la nueva posición que las mujeres empezaban a alcanzar en la sociedad y el mercado laboral. Ese es el telón de fondo de La jungla de cristal. La nueva realidad a la que se ve abocado/obligado a vivir el tozudo e inadaptado McClane. La vigencia irremediable de su fracaso en su vida personal (en un momento crítico necesita sincerarse consigo mismo). De ahí que con todos esos factores juntos y revueltos en el mismo saco, su visión de la vida le hace presumir (creer) que la guerra particular que establecerá contra Gruber y su banda es la mejor manera de reformularse ante su mujer, la cual si ha triunfado (y adaptado) en esta nueva época. Sin embargo aunque él se identifique cínicamente con la iconográfica de alguien como el melifluo Roy Rogers, tanto lo que representan en su interior John Wayne como Rambo, los valores que significan esos símbolos, alejaran la guitarra del actor cantante y acabarán por condicionar su violento comportamiento. En un momento dado, ya no importará que con ello deba bailar con los pies descalzos y sangrantes sobre pisos llenos de cristales rotos. Porqué sus rasgos de carácter no difieren en demasía (quizás están más atenuados) que los del nihilista Stanley White de Manhattan Sur (1985). Y eso solo, ya de por sí, es un signo de identidad. SU signo de identidad. Sin embargo el hecho diferencial de McClane como héroe de acción es que inicia sus cruzadas contra el villano de turno, burlándose de él. Utilizando una suerte/combinación de humor áspero además de sus conocimientos de la lucha en la calle (bandas). Porque no ha lugar para la caballerosidad en su comportamiento. Su descaro, su capacidad para sobrevivir y su arrogancia rechaza airadamente el conservadurismo cultural que se le presume a Roy Rogers. La latente paranoia de los films policiacos de los 70 donde se involucraban en las tramas de igual modo violencia y política dan paso en los ochenta a un mundo donde parece que en los caminos de la conspiración y el poder existen muchos grados de idiotez. Y muchos idiotas pululan cerca de McClane. A las órdenes de Gruber, en las fuerzas de seguridad, ya sea en la policía o el FBI o sentados en los despachos del Nakatomi Plaza, negociando canjes imposibles. Y McClane tiene tiempo para humillarlos a todos. Y McTiernan juega con ello. Con esa idea. En medio de un espectáculo perfectamente medido y emocionante. Donde cada situación encaja y provoca la siguiente; confiriendo un endemoniado ritmo in crescendo, el director de A la caza del octubre rojo (1990) bordea y hermana la violencia con el humor absurdo. Como hicieran en cierta medida Raoul Walsh y Howard Hawks en sus westerns. Porque hay instantes en que La jungla de cristal puede asemejarse incluso a un western. Su construcción dramática así nos lo presupone. McClane está solo ante el peligro. Pero a diferencia del taciturno Marshall Will Kane de Fred Zinnemann (referido por los protagonistas en el clímax final), sus modos se revisten mas bien. con los de un «hijo bastardo» de John Wayne salido de un spaghetti de los firmados por cualquiera de los dos Sergio, se llame Corbucci o Sollima.
John McTiernan había realizado únicamente un par de films antes de La jungla de cristal. El irregular Nomads (1985) y el mencionado Depredador. Para su tercer trabajo, auxiliado por la labor del excelente operador para el actioner Jan de Bont, proporciona al aficionado un film de tomas portentosas con unas orientaciones visuales tan elegantes que apenas se nota la falaz arquitectura escénica. Su sentido para la construcción de planos y secuencias, con el paisaje urbano-nocturno de fondo, es ejemplar. Superficies relucientes. Sombras cuidadosamente difusas. Colores azules plateados, manchados intermitentemente por luces policiales o por el resplandor del fuego y las explosiones así como la versatilidad del score servido por Michael Kamen —con homenajes concretos a instantes de Aliens, el regreso (1986) o Bala blindada (1987) y refundiendo en determinados momentos el Himno de la Alegría o jingles navideños— para configurar el escenario ideal para que John McClane (para disfrute el aficionado) se encuentre por vez primera en el lugar equivocado y en el momento inoportuno. Porque La jungla de cristal fue la primera en mirar atrás y tomar nota de aquellos thrillers de los setenta, ligados al noir y protagonizados por una tipología de tipos de personalidad dura, fría y cínica, curtidos en los bajos fondos en los que aquel antihéroe, aquel Harry Callahan como máximo exponente (sub-género justicieros made in Charles Bronson a banda), y convertir en héroes (a su pesar) a personajes como el propio McClane o la dupla protagonista (Mel Gibson-Danny Glover) de la saga Arma letal. Posteriormente, con mejor o peor fortuna, a parte de los habituales films con (y para) Stallone y Schwarzenegger y los siguientes capítulos de esta saga, los inexpresivos Steven Seagal, Wesley Snipes o Jean-Claude Van Damme entre otros, tendrían su momento de gloria con films como Alerta Máxima (1992), Pasajero 57 (1993), Speed: máxima potencia (1994), Muerte súbita (1995), Decisión crítica (1996), La roca (1997) o Air Force One (1997) por poner unos pocos ejemplos. Todas ellas «vampirizarían» superficialmente la personalidad del film de McTiernan, con un héroe aislado en un espacio reducido, mediante recursos limitados y asediado por una potencial amenaza que le supera. Incluso el propio McTiernan tomaría el relevo a Renny Harlin que había dirigido el espectacular, pero no novedoso segundo capítulo de esta saga, haciéndose cargo del tercero, una gran gymkana por la ciudad de Nueva York. Sin embargo a pesar de tener un inicio espectacular y muy bien montado, la acumulación de ideas que dispone el film, acaba por difuminar algo sus aceptables resultados.
En muchas monografías se refieren a La jungla de cristal como un hito de las action movies de los ochenta. La impecable e intensa realización de McTiernan, un anti-héroe de lo más cool, un villano genial, un claustrofóbico ambiente único y escenas y diálogos absurdamente memorables dirigidos a montar un atractivo (y sin concesiones) castillo de fuegos artificiales (que no de artificio) que sustenten un enfrentamiento inolvidable, así parecen apuntarlo.
La voz de Sinatra bajo los acordes de Let it snow en los créditos finales, parecen alertarnos que finalmente McClane... ha vuelto a casa por Navidad.•
(1) En veinticinco años las aventuras del policía de la ciudad de Nueva York, John McClane se han visto trasladadas al celuloide en cuatro ocasiones más. La jungla 2: Alerta roja (1990), Jungla de cristal: La venganza (1995), La jungla 4.0 (2007) y La jungla: Un buen día para morir (2013).
(2) Algo que también intenta en ese menospreciado film a redescubrir que es El último gran héroe (1993), donde confluyen con desparpajo, acierto, equilibrio y mucho ingenio los clichés del género, las parodias a las que puedes recurrir, la irrealidad que te permite el celuloide y la realidad que pretendes mostrar.
|