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Star Wars: el despertar de la fuerza
Star Wars: The Force Awaken
     
    Director (es) : J. J. Abrams
    Año : 2015
    País (es) : USA
    Género : Ciencia-ficción-Fantástica
    Compañía productora : Truenorth Productions/Bad Robot/Lucasfilm
    Productor (es) : Bryan Burk, J. J. Abrahms, Kathleen Kennedy, John Swartz, Ben Rosenblatt, Michelle Rejwan, Lawrence Kasdan, Tommy Gormley
    Productor (es) ejecutivo (s) : Tommy Harper, Jason D. McGatlin
    Guionista (s) : Lawrence Kasdan, Michael Arndt, J. J. Abrams
    Fotografía : Daniel Mindel en Color
    Diseño de producción : Rick Carter, Darren Gilford
    Director (es) artistico (s) : Neil Lamont, Gary Tomkins, Stuart Rose, Andrew Palmer, Mark Harris, Alastair Bullock, Hayley Easton Street
    Decorados : Lee Sandales
    Vestuario : Michael Kaplan
    Maquillaje : Amy Byrne, Jessica Needham, Sharon Nicholas
    Música : John Williams
    Montaje : Maryann Brandon, Mary Jo Markey
    Montaje de sonido : Matthew Wood
    Sonido : David Acord, Ben Burtt, Will Files, E. J. Holowicki
    Efectos especiales : Chris Corbould, Vince Abbott, Andrew Kramer, Andrew Ryan, Dave Eltham
    Ayudante (s) de dirección : Tommy Gormley, Chloe Chesterton
    Duración : 135 mn
   
     
    Harrison Ford
Mark Hamill
Carrie Fisher
Daisy Ridley
Oscar Isaac
Andy Serkis
Max Von Sydow
Peter Mayhew
Jeffery Kissoon
Crystal Clarke
Michael Giacchino
Anna Brewster
Harriet Walter
Iko Uwais
Mark Stanley
Warwick Davis
Maisie Richardson-Sellers
Cailey Fleming
Simon Pegg
Pip Andersen
   
   
   

EL ESPECTADOR TRANSMUTADO
EN CREADOR
 
Por Sergi Grau

En la era en la que vivimos instalados, en la que las reglas de la psicología, el comercio y el funcionamiento social apuestan por la apariencia de ubicar al individuo, sus necesidades e intereses, en el centro de todo, la fenomenología asociada a las películas está muy estudiada. Así por ejemplo, en los extras de los deuvedés de El Señor de los Anillos encontramos imágenes de rodaje, y entre ellos las sentidas despedidas de los actores cuando han terminado de rodar su última toma, imágenes que vienen a equiparar así la filmación de la película con la propia ficción, en cuyo desenlace se producen también sentidas despedidas. Es un ejemplo del modo en que Peter Jackson y su equipo de producción y marketing jugaron hábilmente la baza de la fenomenología asociada con su película, sugiriendo que su rodaje fue igualmente épico, una gran aventura, noción que viene a diluir un tanto la frontera entre la obra y su proceso creativo, para implicar así más al espectador, creando la apariencia de “acercarlo” a la obra (o, si prefieren, pues hablamos de vender, al producto). En los créditos finales del sexto título de la franquicia del boxeador Rocky, Rocky Balboa (2007), se recogían diversas imágenes de turistas ascendiendo las escalinatas que llevan al Museo de Arte Moderno de Filadelfia, reproduciendo así lo que su ídolo de ficción hacía en las dos primeras películas de la saga, de modo que se operaba una curiosa transferencia, en las propias imágenes de la película, entre el fan y aquello que es objeto de ese fandom. Pero ni la celebrada adaptación de Peter Jackson de la novela de J.R.R. Tolkien ni la serie de películas de Rocky, ni cualquier otro ejemplo que se me ocurriera sacar a colación, pueden competir con la turbamulta de emociones asociadas con Star Wars
 
Abrams es un cineasta nacido en 1966, y por tanto vio aquellas películas en sus años de juventud (me refiero, claro, al título de Lucas y sus dos continuaciones, la primera trilogía). Tan apasionado es de las películas de Star Wars que recuerdo que en las entrevistas que concedió cuando dirigió Star Trek (2009) reconocía que las prefería incluso a las películas de la propia saga trekkie cuyo onceavo título le tocaba publicitar en su condición de productor/director. Estos datos son relevantes porque, a priori, tras la adquisición de la franquicia por parte de la Disney Studio, Star Wars parecía prestarse también a la posibilidad de un rediseño que infantilizara los términos del relato: su tipología de personajes, su trama, la nueva lectura de los elementos definitorios de su cosmogonía, etc. Abrams contó como guionista con la complicidad de uno asociado con la Pixar, Michael Arndt (corresponsable del guion de Toy Story 3 (Lee Unkrich, 2010)) y otro directamente relacionado con la saga añeja de Lucas, Lawrence Kasdan (participante en el screenplay tanto de El imperio contraataca (1980) como de El retorno del Jedi (1983)), y entre los tres elucubraron un relato fuertemente impregnado de las señas identitarias de esa saga original. Además, como productor, en sintonía con Kathleen Kennedy, apostó con fuerza por reproducir, también visualmente, las señas iconográficas de aquellos títulos de 1977, 1980 y 1983. Desde esos dos elementos –argumento e imagen– que engarzan una única definición narrativo-visual, el filme ha terminado denegando la posibilidad de la focalización hacia un público más infantil, buscando la complicidad eminentemente con el espectador de la misma generación de Abrams, y contando con atraer a la parroquia infantil –las generaciones de los hijos de aquéllos– merced de un, por otro lado tan marcado como era de esperar, soporte de puro marketing (¿hay algún niño que no pida a los reyes magos un Lego Star Wars?).
 
Recapitulamos todo ello y nos adentramos en materia comparando la labor que George Lucas llevó a cabo cuando a mediados de la década de los noventa pasada decidió resucitar su saga con la labor emprendida por Abrams en este nuevo inicio de una trilogía.  Es importante hacerlo, porque La amenaza fantasma y El despertar de la fuerza  comparten, sobre todas las cosas, eso: su misión de reinventar la franquicia, delinear los derroteros a todos los niveles con los que los espectadores deben familiarizarse a la hora de volver a entregarse a las aventuras de la galaxia star wars. Y esa comparativa arroja un balance curioso precisamente por las líneas de antagonismo creativo que revelan. En su trilogía precuela Lucas le dio la espalda a la sencillez de planteamientos argumentales de la trilogía original y orquestó un plot en el que las andanzas de Jedis y Siths iban a la par de una lectura política, equiparándose el devenir de Anakin Skywalker en el lado oscuro con el derrumbe de la democracia y el advenimiento del fascismo y la dictadura. Y esa trilogía precuela –indudablemente mejor de lo que los fans han manifestado, del mismo modo que la trilogía original, que sin duda prefiero a la segunda, tampoco era perfecta; pero, ya se sabe, el fenómeno fan se basa en discursos  maximalistas– también se caracterizaba por la apuesta exuberante por la imagen generada por ordenador, por explorar las posibilidades de la CGI para crear literalmente mundos, seres, contextos. Entre los errores de Lucas se cuenta precisamente una excesiva dependencia, o más bien supremacía, de esas imágenes sintéticas; pero la trilogía adolecía de problemas más graves: la complejidad del argumento no se traducía en un guion con la suficiente frescura; había déficits, redundancias y una solemnidad mal medida en los diálogos, y a todo ello coadyuvó una deficiente dirección de actores (que no solo malas elecciones de casting). Abrams diagnosticó todos esos hándicaps, y quiso convertir los puntos flacos de aquella trilogía precuela en puntos fuertes de esta trilogía secuela. Renunció a crear contextos novedosos, prefiriendo simplemente recrear los imaginados en la trilogía original –ello y a pesar de que, supuestamente, a la finalización de El retorno del Jedi el Imperio había llegado a su fin–, un evidente desprecio al rigor (la República ya no es la república que aúna los pueblos libres de la galaxia en un senado, sino un planeta -¿Coruscant?–; el Imperio ha renacido con un nombre semejante; y la Resistencia vuelve a ser exactamente igual que al principio de La guerra de las galaxias)  calculado para poder desplegar el tapete narrativo autoreflexivo que le interesa, fomentando una rápida e intencionada identificación del espectador, y ofreciendo un sencillo (y simple) contexto a lo que le interesa: el relato de personajes, pocos pero carismáticos, y que se miran en el reflejo de otros, también carismáticos, que el espectador echaba de menos (Luke, Leia, Han Solo, Chewbacca). Y para ello recurre a un guion donde cada situación y cada diálogo está muy estudiado, caracterizado por la frescura y, a ser posible, lo hilarante –v.gr. Poe Dameron (Oscar Isaac) se carga toda la solemnidad tenebrosa de la primera aparición de Kylo Ren con apenas un par de frases ingeniosas–. Y el envoltorio, el encourage de decorados y efectos especiales, son por supuesto espectaculares, pero en oposición frontal a los excesos sintéticos de la trilogía precuela, priorizando una sensación de artesanía reconocible de la trilogía original y la voluntariosa reproducción espectacular de la cinética de los vuelos y enfrentamientos de las naves (con mención específica a una larga secuencia consagrada a relamerse con las proezas de la chatarra más famosa de la galaxia, el Halcón Milenario).
 
Pero, como hemos ido desglosando, no se trataba sólo de revertir errores, sino de rendir explícita pleitesía a la trilogía original, y en la medida de lo posible rehacerla a la medida de estos otros tiempos. A nadie debe extrañar que un cineasta con tan acusado gusto por lo metalingüístico (presente en todas sus obras, desde sus aportaciones entre lo mimético y lo reflexivo en la citada Star Trek (2009, 2013) o en el tercer título de la franquicia Misión imposible (2006) a ese ejercicio cinéfilo nostálgico que supuso Super 8 (2012), sin olvidar los juguetones experimentos de la serie televisiva Perdidos (2004-2010)) optara por orquestar así el renacer de la saga más famosa del cine. Y a nadie debería extrañar que, dada su afición por la misma, haya entregado un resultado en tales términos tan apasionante, que gestiona la autocita (a la propia cosmogonía de la trilogía original) como instrumento para un auténtico proceso de transferencia, transferencia que parte de la exhumación de esas imágenes del pasado, cuales reliquias, y busca la edificación de nuevos mimbres a partir de, diríase, lo que queda de esas reliquias.
 
Reliquias como por ejemplo los destructores imperiales que yacen como saurios derrotados en la arena (de un planeta sospechosamente parecido a Tatooine), como si llevaran largo tiempo olvidados, entre cuyas entrañas renacerá la luz de los Jedi en la persona de Rey (Daisy Ridley). Reliquias como esos soldados imperiales de atuendo blanco que creíamos que carecían de voluntad hasta que –muy al principio– eso quede desmentido por los escrúpulos de uno de ellos, Finn (John Boyega), que se alzará contra su condición y se convertirá en escudero de esa heroína que aún desconoce su condición (atesorando de paso algo que creíamos tan improbable en un soldado imperial como el sentido del humor). Reliquias como esa máscara deformada de Darth Vader, a la que rinde pleitesía el villano de la función, Kylo Ren (Adam Driver), el personaje más llamativamente metanarrativo de todos, pues es nada menos que un émulo de su abuelo, Vader, obsesionado con su carisma del mismo modo que un guionista, cualquier guionista, se obsesionaría con la dificultad de encontrar un villano que pudiera equiparar su carisma con el del villano más famoso del cine.
 
Lo que interesa en este Episodio VII es presentar a  Rey, Finn, Dameron y Kylo Ren como el coro de personajes que van a protagonizar la nueva saga; y para ello los guionistas hacen especial hincapié en darnos pistas (ergo interesarnos) por la historia que les precede, dejando en sombras multitud de datos sobre los que los dos siguientes volúmenes deben arrojar luz. En el buscado reflejo en Star Wars, todos esos personajes, cada uno en su rol, se caracterizan por su ingenuidad y por su búsqueda, su aprendizaje, su llamada a la aventura (y es llamativa y acertada la estrategia visual utilizada para relacionarlos unos con otros, recurriendo a cortes de montaje que encadenan el primer plano de un personaje con el de otro al que la anterior secuencia hacía alusión). Y los personajes de Luke, Leia y Han Solo están ahí para ejercer de mentores poco menos que literales, personajes totémicos para el espectador pero a quienes no se debe rendir una pleitesía gratuita, pues están ahí como secundarios, para catalizar ese aprendizaje, esa experiencia a adquirir por parte de los protagonistas de la nueva saga.
 
Por todo ello, es incierto, o al menos inexacto, decir que El despertar de la fuerza es un intento de, simplemente, reeditar los elementos que configuraron la Star Wars de 1977. Ese constante reflejo es, como antes he anotado, la herramienta de la transferencia, y Abrams pretende con ello un auténtico pacto exorcístico con el espectador. El que probablemente sea el personaje más querido de la trilogía inicial debe ser sacrificado para dotar de sentido, de carisma, al viaje al lado oscuro de Kylo Ren (dejando aparte las concomitancias de esa secuencia climática de un padre y su hijo con la secuencia más recordada de El imperio contraataca). La trama de la película, la búsqueda de Luke Skywalker, sólo puede alcanzar su sentido (la última imagen de la película) si se ha logrado equilibrar las fuerzas entre las exigencias nostálgicas (Luke) y aquéllas otras de nuevo cuño (Rey): como en Super 8, Abrams logra en el colofón final una recapitulación visual muy bella de los conceptos que ha puesto en solfa: maestro y alumna se encuentran en la distancia de un símbolo, esa espada láser (la reliquia más importante de todas), y se han invertido los términos esperados: es la alumno quien invita al maestro a empuñar, de nuevo, la espada: el exorcismo se ha completado.
 
Todos esos y tan notables logros de Abrams a la búsqueda de una nueva cartografía desde la misma semántica se hallan prodigiosamente orquestados tanto al inicio del filme como en su nudo y conclusión, donde esa infinidad de guiños no gratuitos se armoniza con una modélica disposición de las piezas de un relato de aventuras, al principio, y una no menos elocuente para rendir cuentas con los conflictos presentados al final. Sin embargo, la métrica de los relatos sigue siendo el punto flaco de Abrams, y la película sufre una bajada de intensidad en sus compases centrales, cayendo en aderezos innecesarios que entorpecen el tono y el ritmo, hasta entonces tan bien trabados, del relato (la secuencia de los monstruos que provocan la huida precipitada del Halcón), o en una exposición algo abrupta (el pasaje en la morada de Maz Kanata (Lupita Nyong’o), por mucho que en ella tenga lugar una secuencia fantástica, la de la ensoñación de Rey); cualidad abrupta que en ocasiones tiene que ver también con decisiones de guion que no cuajan como el resto (la presentación del líder Snoke, que carece del debido relieve) o que torpedean un tanto innecesariamente lo que en realidad interesa, el relato de personajes (toda la parafernalia de la trama paralela de la destrucción de planetas y posterior ataque al planeta-Estrella de la Muerte, revisión a la baja, y más bien anodina, de idénticos episodios en La guerra de las galaxias y El retorno del Jedi).
 
De tal modo, en resumidas cuentas, El  despertar de la fuerza queda como una obra interesante, por momentos brillante, y otros menos, quizá imperfecta en su consideración como película de aventuras, pero muy satisfactoria en el espectro concreto, tan acusado, en el que se mueve, por cuanto zanja con éxito una ecuación arriesgada. Las excesivas expectativas que giran en torno al universo fílmico de Star Wars revelaban los peligros, el arma de doble filo, del supuesto prestigio que Abrams iba a consolidar poniéndose tras las cámaras y corresponsabilizándose de la escritura del guion. El realizador, bien arropado por un excelente equipo de producción y unos actores en estado de gracia, ha encontrado una bastante justa medida en su pretensión de satisfacer el caprichoso desiderátum de tantos fans de la saga sin sacrificar unas señas o apetencias personales a la hora de encarar la historia, y que eran imprescindibles para que las imágenes tuvieran lo que, vistos los resultados, nadie debería negarles: convicción. De hecho Abrams y El despertar de la fuerza ejemplifican que, en los tiempos que vivimos, puede perfectamente quedar atrás la sempiterna tensión entre el entregar al público “lo que quiere” y dejar al realizador ofrecer “su visión”. Y puede quedar atrás porque el espectador se transmuta en creador. Sergi Grau
 
 en el imaginario cultural popular, la condición mitológica que diversas generaciones de espectadores han ido confiriéndole a lo relatado en La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) y sus continuaciones. Y J.J. Abrams optó por jugar a ese juego, efectuar una suerte de reconstrucción mitológica que estableciera una poderosa dialéctica con el fan. Con ese mismo fan al que, por ejemplo, el documental The People vs George Lucas (Alexandre O. Philippe, 2010) apoderaba al punto de darle una voz para cuestionarle a Lucas sus decisiones en la manufactura de los Episodios I, II y III (1999, 2002 y 2005), no por razones analíticas sino desde la pura visceralidad. Abrams, digo, juega a ese juego, el de la relación entre un fan y su obra predilecta. Y juega a conciencia. Con lo que probablemente la manera más precisa de acercarse a lo que da de sí esta El despertar de la fuerza pasa por analizarla en esos términos, los de priorizar esa dialéctica con el espectador mitómano, términos que pueden servir para catalogar el filme en cierto modo de posmoderno, y que, ya lo digo de entrada, son tan válidos como cualesquiera otros a la hora de abordar la obra.
   
       
   

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