
No puede decirse que el motivo de su retirada de la gran pantalla por parte de Daniel Day-Lewis sea producto de un ritmo de actividad insoportable desde que debutara en el celuloide a principios de los años ochenta en la hagiografía sobre Gandhi dirigida por
Lord Richard Attenborough. Transcurrida una década desde su debut cinematográfico el actor londinense iría midiendo cada una de sus participaciones en el medio con el propósito de alcanzar un nivel de intepretación acorde a sus estándarts de exigencia, sin duda, de los más elavados entre los de su profesión, en que el proceso de preparación de un determinado personaje ocupa buena parte de ese
camino a la perfección. Cumplidos los sesenta años, el anuncio de su despedida de los platós levantaría si cabe aún más expectativas por su interpretación de una de las figuras señas de la alta costura del siglo pasado vagamente inspirado en la persona de
Cristóbal Balenciaga (1895-1972). Una elección que parecía un guiño a su propia realidad una vez apagados los focos del cinematógrafo y de la necesidad de atender a su afición en calidad de modisto. En ese final de trayecto Paul Thomas Anderson acompañó a Daniel Day-Lewis, armando para la ocasión un guión que orilla la condición coral de buena parte de sus anteriores largometrajes (
Sydney,
Boogie
Nights,
Magnolia,
Puro vicio) para centrar el foco en el personaje de Reynolds Woodock, reservado, hierático, sensible, arrogante, tierno, despótico… Un personaje, en definitiva, poliédrico, un
traje a medida para Daniel Day-Lewis, cuya composición de Guido Contini en
Nine (2009) puede observarse a modo de anticipo de Reynolds Woodock por lo que concierne a preservar el equilibrio rodeado de mujeres que ocupan distintas “funciones”. Ciertamente,
Nine encontró inspiración en el
8 ½ (1963) de
Federico Fellini, primero en su representación sobre los escenarios de Broadway y posteriormente en una adaptación cinematográfica servida tras las cámaras por el especialista Rod Marshall. En el caso de
El hilo invisible el guión
cosido a mano por Paul Thomas Anderson se observa entre sus
pliegues el gusto por un tipo de cine al que no es ajena la fecha y el lugar donde acontece el relato de la vida, de corte monástico, de Reynolds Woodock. Más que en ninguna de sus otras producciones, en
Phantom Thread se deja sentir la influencia del cine de
Stanley Kubrick, quien hizo de Inglaterra su “fortaleza” a partir de la concepción de
Lolita (1962). Precisamente, la primera adaptación de la novela homónima de Vladimir Nabokov es la que presenta, a mi juicio, un mayor peso de influencia de la obra de Kubrick en relación a
El hilo invisible, en que por momentos podemos contemplar a Reynolds Woodock bajo la luz del profesor Humbert Humbert (
James Mason), obsesionado por

Alma Elson (Vicky Krieps), un cuarto de siglo más joven que el altivo modisto. En sintonía con lo que sucede en la matriz del relato de
Lolita, Reynolds comparte en su día a día la realidad de su obsesión por Alma con la presencia de su hermana Cyril (Lesley Manville, cuyo rostro refleja en ocasiones la sombra de Judith Anderson en
Rebeca o
El cuarto mandamiento), una mujer de mediana edad que trata de servir de cohartada de una hipotética estabilidad familiar de puertas para afuera. Además de todo ello, las analogías entre la primeriza versión cinética de
Lolita y
El hilo invisible ganan en intensidad cuando presenciamos la secuencia del baile de fin de año, en que Reynolds persigue desesperadamente a su
Lolita AKA Alma para librarla de las garras de Charles Gayford (Nick Ashley), una especie de Claire Quilty (
Peter Sellers) que trata de seducirla con las armas de la
lujuria que comporta la participación en una celebración presidida por la banalidad, no tan solo en el comportamiento sino también en la forma de vertirse para ese fin de año. Tampoco el articulado compositivo de Jonny Greenwood quedó al margen de semejantes paralelismos, siendo su partitura un vivo reflejo de las intenciones expresadas en su momento por Nelson Riddle en el pentagrama para la que podríamos colegir su pieza cinematográfica más destacada, alejada de su condición de adaptador musical. Piezas musicales que se solapan, a juego con ese entramado de sensaciones que redundan directamente en la evaluación del estado de ánimo de Reynolds Woodock, para quien la idea misma de lograr la perfección en la elaboración de sus vestidos pasa por delante de cualquier otra consideración. Por consiguiente, a través de la música compuesta por Greenwood el espectador puede ir
leyendo en la

mente de Reynolds, siendo la ausencia de composición o, en su defecto, la ejecución de notas desafinadas al violín, las que detectan el desmoronamiento emocional de un personaje que parece abonado en cuerpo y alma a su profesión.
Rodada en Gran Bretaña y puntualmente en Suiza —para la secuencia que transcurre en una estación de esquí y que parece mirar de soslayo al cine de Alfred Hitchcock pero también al de David Lean (en particular The Passionate Friends) en su forma de planificación—, El hilo invisible destila un savoir faire que más allá de Lolita (1962) refuerza sus lazos con el cine de su admirado Stanley Kubrick en aquellas escenas donde Reynolds y Alma juegan al blackgammon con un arco lumínico muy reducido, a imagen y semejanza de algunas de las secuencias que toman lugar en Barry Lyndon (1975), o bien cuando el modisto conduce un automóvil al atardecer o en horario nocturno por la campiña inglesa, siendo un calco de algunas escenas protagonizadas por Alex DeLarge (Malcolm McDowell), en compañía de sus drugos, al mando de un volante en La naranja mecánica (1971). Ejercicio mimético que toma continuidad en relación al tráveling circular ejecutado en la parte final de Phantom Thread, en que varias mujeres se encomiendan a coser un vestido blanco bajo la supervisión de la glacial Cyril, en un movimiento de cámara que indefectiblemente llama al recuerdo de Eyes Wide Shut (1999), el título póstumo de Stanley Kubrick, en que éste asumía el control de la dirección de fotografía, al igual que ha hecho Anderson con Phantom Thread, en su voluntad por convertirse en un «cineasta total». Precisamente, en el curso del inacable rodaje de Eyes Wide Shut Anderson conoció en persona al cineasta neoyorquino por mediación de Tom Cruise. Magic Time para alguien que casi veinte años más tarde vestiría con las
mejores galas posibles una propuesta cinematográfica impregnada del aroma propio de la condición de clásico a la que no tardará, desde mi perspectiva, a acogerse El hilo invisible, bordado con la exquisitez de un talento de la categoría de Paul Thomas Anderson, teniendo a su disposición por segunda y última vez a un actor superlativo como Daniel Day-Lewis, quien deja tras de sí un legado cinematográfico portentoso, lleno de matices, siendo una de sus cumbres su creación de un modisto inspirado en origen por la biografía de Balenciaga pero sin descuidar al británico Hardy Amies, quien había vestido a la Reina Isabel II. Nobleza obliga.•