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Ampliamente divulgada la falta de referentes actorales sobre todo a lo largo de los años setenta y posteriores, del calibre de los que había procurado el star system auspiciado por los grandes estudios hollywoodienses, empero pocas antologías cinematográficas se hacen eco de lo acontecido en el viejo continente en relación a sus intérpretes. En realidad, Europa sufrió de idénticas carencias, aunque el sello autoral, referido a la figura del director, parecía ser suficiente para desviar la atención. En la vertiente femenina, pocas actrices europeas recién llegadas concitaban el interés del público durante una década especialmente crítica a nivel creativo. Aún por aquel entonces las francesas Jeanne Moreau y Brigitte Bardot, las italianas Gina Lollobrigida y Sophia Loren, seguían copando los primeros lugares en los ránkings —dejando al margen los que se establecían al otro lado del Atlántico— entre un público europeo esencialmente masculino. De la nueva generación de actrices, tan sólo las italianas Claudia Cardinale y Virna Lisi, junto a las británicas Jacqueline Bissett y Charlotte Rampling, parecían obedecer a los cánones de belleza, glamour y sofisticación, a imagen y semejanza de la pléyade de estrellas que habían sido «inmortalizadas» en la gran pantalla en la época dorada. Motivaciones iniciales a parte, Charlotte Rampling sería quien mejor se ajustaría a uno de los patrones femeninos arquetípicos del cine norteamericano, el de la femme fatale tan recurrente en el género noir. Suyas son algunas de las composiciones más sugerentes en este terreno, que pronto llevarían a algunos analistas del género a establecer el habitual juego comparativo con auténticos iconos de la época de los grandes estudios como Bette Davis, Barbara Stanwyck o Veronica Lake. De la persistencia de algunos realizadores para que Rampling aceptara esta serie de papeles —concentrados, en su mayoría, a mediados los años setenta— el espectador se empezaría a formar una imagen de ella como mujer glacial, seductora, enigmática, manipuladora y distante —la judía Lucia Atherton en Portero de noche; Claire, la supuesta hija de Miss Blandish, en Carne de orquídea, a modo de continuación de la obra magna de James Hadley Chase No hay orquídeas para Miss Blandish, o la chandleriana Helen Grayle en la enésima adaptación de la novela de Raymond Chandler Adiós muñeca. Algunos ecos de aquel prototipo de dama se manifestaría en algunos de sus siguientes films como Veredicto final y Muerto al llegar —versión modernizada de un pequeño clásico del género negro, Con las horas contadas (1949)— o, de una forma episódica, Corazón de ángel, ya enmarcados en los ochenta. Una década inaugurada con un significativo papel al frente de Recuerdos, un film-homenaje de Woody Allen a Federico Fellini y su Ocho y medio (1963), que también lo es, en términos generales, al cine europeo de «autor», del que Rampling había participado activamente a través de producciones de John Boorman (Zardoz), Liliana Cavani (Portero de noche) o Luchino Visconti (La caída de los dioses), auténticos referentes de la época. Diluida en medio de un sistema de producción cada vez más tendente a marginar intérpretes que sobrepasan los cuarenta años, Charlotte Rampling parece haber encontrado acomodo en la cinematografía gala, aquella que la ha procurado —tras un desolador peregrinaje por productos destinados a un rápido consumo y un temprano olvido (Acoso a la intimidad, El cuarto ángel)— algunos de los mejores papeles de su ya extensa trayectoria profesional, sobre todo de la mano del ecléctico realizador y guionista François Ozon. De las extensa gama de posibilidades dramáticas que ofrece la actriz inglesa —no así su perfil cómico, mucho más limitado, como certifica su rol en Max, mi amor, el de Margaret Jones, la esposa de un diplomático británico, que hubiera podido prestarse al desvarío y la jocosidad, en consonancia con la historia planteada— da buena prueba su composición de la viuda Elizabeth Lannier en Bajo la arena y de la escritora de novelas policíacas Sarah Morton en Swimming Pool. En ambos casos, Charlotte Rampling retrata sendas personalidades que transitan por un mundo imaginario, bien sea para perpetuar el recuerdo de la vida en común con su difunto marido (Bajo la arena) o para recrear sus fantasías literarias (Swimming Pool). Comprometida con una serie de papeles escritos a su medida, Charlotte Rampling no ha dudado en mostrar un desnudo integral en este último film —perfectamente justificable para la óptima comprensión de las motivaciones de los personajes— diríase como un acto de gratitud y complicidad hacia la persona de Ozon, el cineasta que la ha devuelto a un primer plano de un cine europeo que la había acogido a finales de los años sesenta como una de sus más firmes promesas. El tiempo ha acabado por certificar esa prematura sensación. |