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debido a las ocupaciones profesionales de sus progenitores, un juez militar y una asistenta social, Julie Anne debe adecuarse al clima, las costumbres y los colegios de numerosos lugares, desde Juneau, en Alaska, hasta Frankfurt, donde concluye sus estudios medios en la Frankfurt American High School (1979); a su regreso a los Estados Unidos cursa estudios de interpretación en la Boston University (1979-1983); participa en diferentes representaciones teatrales en el off-Broadway (Serious Money, Ice Cream with Hot Fudge, Hamlet) para posteriormente intervenir en papeles secundarios en sit-coms como The Edge of the Night (1985-1988), As the World Turns (1988) o Money, Power, Murder (1989). |
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A menudo la versatilidad de un intérprete se calibra en función de las «máscaras» que adopta para una u otra película, o bien por su predisposición a acomodarse en toda clase de retos genéricos. Julianne Moore sin duda pertenece a este segundo grupo, ya que la considerable relación de producciones que jalonan su filmografía hasta la fecha, la sitúan en títulos de épocas, espacios y géneros dispares, aunque con una especial predilección por enfrentarse a personajes que abogan por un perfil liberalizador de la mujer, generalmente inmersos en ambientes alejados de los parámetros convencionales (Vidas cruzadas, Boogie Nights, El gran Lebowski, Cookie’s Fortune, Magnolia, Atando cabos, (Las) horas). Todas estas historias se articulan desde una concepción coral —cuya presencia deviene una figura femenina importante en el desarrollo de las mismas—, que basculan entre los planteamientos de comedia de El gran Lebowski —en el papel Maude, la estrafalaria esposa del «héroe» de la función (Jeff Bridges)— hasta el dramatismo inherente a los relatos de Magnolia —como Linda Partritge, la hija que acompaña en sus últimas horas de vida a su padre (Jason Robards)—, Vidas cruzadas o (Las) horas, en la recreación de Laura Brown, una ama de casa de familia acomodada de los años cincuenta. Una interpretación con ecos a las «heroínas» de las películas melodramáticas de Douglas Sirk para la Universal, que se solapa con su composición de Cathy Whitaker en Lejos del cielo. Ambas comparten un tiempo muy similar —finales de la década de los cincuena, en plena guerra fría— y un ambiente de clase acomodada donde la superficie de absoluta tranquilidad y bienestar no impide que aflore un sentimiento reprimido de desesperación y frustración en sus relaciones sentimentales. Rodadas en un mismo año, tanto (Las) horas como Lejos del cielo procuraron a Julianne Moore sendas nominaciones a los Oscar —en el caso de la adaptación inspirada en la persona de la escritora Virginia Woolf en una discutida categoría de secundaria a tenor de su protagonismo creciente y su función de hilo conductor del relato— en el punto más álgido de su andadura cinematográfica, una vez cumplimentados los cuarenta años. En un segundo plano permanecen sus performances como «heroína» en thrillers —la agente del FBI Clarice Starling en Hannibal—, o cintas de aventuras paracientíficas —la paleontóloga Sarah Harding en Mundo perdido, quien cuatro años más tarde se transfiguraría en la doctora Allison Reed en una suerte de (auto)parodia, en Evolution—, debido fundamentalmente a su condición de «segunda opción» tras haber rechazado Jodie Foster comprometerse con un nuevo título en torno al sádico psiquiatra Hannibal Lecter, y de substituir a Laura Dern, la actriz titular del largometraje inaugural basado en el bestseller de Michael Crichton. Circunstancias que, lejos de desvirtuar su cometido profesional, han servido para que Julianne Moore se haya planteado numerosos retos artísticos, saldados hasta el momento con un notable balance que en los últimos años con su predisposición por los semblantes dramáticos, en ocasiones planteados desde un punto de vista trágico (El fin del romance, Magnolia, Lejos del cielo, Atando cabos, Mi mapa del mundo, (Las) horas), ha tratado de equilibrar en relación a sus personajes más excéntricos en comedias (dramáticas) de distinto perfil (Nueve meses, Benny & Joon, Boogie Nights). En cualquier caso, Julianne Moore ha iluminado con su pequeña figura, su tez blanquecina y una expresividad en su rostro que delata ternura, pasión y sufrimiento a partes iguales —cuya máxima expresión de esta mixtura de sensaciones podría ser El fin del romance, remake del film Vivir un gran amor (1954), no por casualidad focalizada en un periodo de postguerra con fuertes prejuicios sexuales y emocionales—, algunas producciones norteamericanas de la última década del siglo XX y del primer tramo del siglo XXI (Vidas cruzadas, Boogie Nights, El gran Lebowski, Magnolia, Lejos del cielo, Las horas, Savage Grace, Siempre Alice) que el paso del tiempo las acabará situando en una posición de privilegio. Una situación que servirá para revalorizar, a medio plazo, si cabe aún más la carrera profesional de una actriz que, en palabras de André Gregory —codirector de Vania en la calle 42, una de sus primeras apariciones en la gran pantalla— «evoca la sensibilidad y la inmediatez de una joven Joan Crawford, pero con más profundidad, con más contradicciones». |