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Como respuesta a la irrupción de la televisión a principios de los cincuenta, la industria cinematográfica contraatacó con la puesta en marcha de nuevos sistemas de proyección, fundamentados en la espectacularidad de sus imágenes. Con esta política, los grandes estudios también quisieron ganar la partida a la pequeña pantalla recuperando el género histórico-épico, que difícilmente podía ofrecer un medio basado en los espacios dramáticos de formato reducido. Richard Burton encabezó una legión de intérpretes provenientes de las Islas Británicas que fueron reclutados, principalmente, para ocupar lugares de honor en los créditos dentro de este nuevo concepto de macroproducciones. Para reproducir o plasmar textos históricos o bíblicos en la gran pantalla, las majors consideraban que los actores británicos —educados en la tradición oral de los clásicos— cubrirían con creces las expectativas. En cierto sentido, Richard Burton fue un pionero dentro de esta etapa de renovación y de transformación de la industria cinematográfica norteamericana. No en vano, el actor galés intervino en el primer film rodado en cinemascope —La túnica sagrada— para la Fox, la productora que le había propiciado su debut en los Estados Unidos en un papel secundario —merecedor de una nominación al Oscar— con Mi prima Raquel. Burton siguió participando activamente en esta serie de producciones de background a lo largo del siguiente decenio, como Alejandro Magno, Becket y Ana de los mil días, en el papel del rey Enrique VIII. Este último film significó la coronación simbólica de Burton en un género que empezaría a dibujar una línea descendente debido a la dificultad que comportaba rentabilizar proyectos de tales dimensiones. Cleopatra —en el que encarna a Marco Antonio, pretendiente de la «diosa egipcia»— marcó un punto de inflexión en este sentido (unas pérdidas económicas cifradas en decenas de millones de dólares) dentro del género. Pero también lo fue para Burton por un doble motivo. Por una parte, comportó su desvinculación de la Fox, a la que no retornaría hasta el rodaje de La escalera —una traslación cinematográfica de la obra de Charles Dyer sobre la convivencia entre una pareja de homosexuales maduros—. Por otra parte, en el curso del polémico y accidentado rodaje de Cleopatra, Burton mantuvo un idilio con la máxima protagonista de la función, Elizabeth Taylor, que derivó en un compromiso matrimonial certificado meses después de estrenarse el film. A partir de entonces, Burton y Taylor prorrogaron su relación sentimental ante las cámaras a través de un buen número de títulos —Castillos en la arena, Los comediantes, La mujer explosiva (su segundo contacto con el universo de Tennessee Williams tras su papel de sacerdote alcohólico y farsante en La noche de la iguana), Hotel Internacional, La mujer indomable y ¿Quién teme a Virginia Woolf?—. Esta adaptación de la obra de Edward Albee mereció las mejores críticas a la pareja, en especial para Burton por su adecuación a la composición del profesor de historia George. El carácter posesivo de Taylor quiso que durante su matrimonio con Burton asistiera, en lo posible, al resto de rodajes del actor británico. Claire Bloom, la réplica femenina de Burton en El espía que surgió del frío, despertó los celos en Elizabeth Taylor. A pesar de las tensiones suscitadas durante el rodaje debido a estas circunstancias extraprofesionales, El espía que surgió del frío supuso para el intérprete galés ofrecer una lectura idónea de un agente británico recluido al otro lado del muro de Berlín en plena guerra fría. Burton transmite el estado de desasosiego, de desesperanza y de soledad que requería el personaje de Alec Leamas —creado por el especialista en tramas de espionaje John Le Carré— en consonancia con el paisaje gris del Berlín de postguerra. Una imagen que ayudaba a esculpir un rostro marcado por el alcoholismo, que acabaría siendo uno de los detonantes para poner término, en primera instancia, al matrimonio entre Taylor y Burton. Su presencia al frente de representaciones teatrales británicas consagradas al repertorio clásico mantuvo el prestigio de Burton, no así una carrera cinematográfica que admitía pocos paralelismos o comparaciones con su etapa en la Fox o al servicio de films de cariz épico e histórico. Si acaso, Burton seguía siendo solicitado en producciones que ofrecían visiones distintas del conflicto bélico. Patos salvajes prorrogaba la adecuación de Burton dentro de este perfil de productos, como Bitter Victory, Las ratas del desierto, El día más largo —en un claro apunte autobiográfico por su creación de un oficial de la RAF—, El desafío de las águilas, y que también comprendían proyectos como Proa al cielo (1956), que finalmente interpretaría Kenneth More. Burton cerraba su considerable relación de nominaciones al Oscar —nunca retribuidas con la máxima distinción— con una sincera, introspectiva caracterización del psiquiatra Martin Dysart en Equus, cuyo más ilustre admirador, Anthony Hopkins, ya había representado con éxito en los escenarios de Broadway. Su aparición casi espectral como El Gran Hermano en 1984 vaticinaba, al igual que algunos elementos consustanciales a la novela original de George Orwell, el fin de una trayectoria vital y artística truncada prematuramente a los cincuenta y nueve años. Sin embargo, fue un tiempo suficiente para valorar el crédito interpretativo del que gozó Burton, primordialmente sustentado en el cine americano y en los escenarios neoyorquinos (el rey Arturo en Camelot) y londinenses (el joven trompetista de jazz en Mirando hacia atrás con ira, que se convertiría en uno de los films estandarte del free cinema con idéntico protagonista).
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