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En una de las contadas ocasiones en las que el escritor Graham Greene mostraba su aprobación sobre la adaptación a la gran pantalla de una de sus novelas en las que no intervino a lo largo de la preproducción, sería al referirse a Inglaterra me hizo. Esta película fue rodada a la par que se anunciaba el estreno de Cabaret, con la que comparte un mismo escenario y época, la Alemania prenazi, y actor protagonista, Michael York, cuya elección sin duda satisfizo a Greene por adecuarse a la perfección al personaje de Anthony Farrant, descrito al principio de la novela Inglaterra me ha hecho así como «su cara es asombrosamente joven para treinta y tres años; un poco demacrada, pero sólo como si hubiese resistido un día invernal; por otra parte, no es mucho más madura que la de un estudiante». Pero más que referentes literarios, por proximidad temporal cabría comparar a Michael York con los distintos intérpretes que habían intervenido en las numerosas versiones, remakes o «actualizaciones» que jalonarían su particular itinerario cinematográfico fundamentalmente a lo largo de los años setenta. En este sentido, a modo de premonición de lo que depararía el futuro profesional de York, en sus inicios abordaría un par de clásicos shakespearianos (La fierecilla domada y Romeo y Julieta) bajo las directrices de Franco Zeffirelli. A partir de entonces, se sucederían con notable frecuencia sus participaciones en remakes de dispar fortuna comercial (Cabaret, Horizontes perdidos, Los tres mosqueteros, asumiendo el rol de D'Artagnan, al igual que en las dos siguientes entregas, Grandes esperanzas, La isla del doctor Moreau o, en clave paródica, Mi bello legionario) o «actualizaciones» de anteriores films —Fedora en referencia a El crepúsculo de los dioses (1950), con la presencia del mismo realizador tras la cámara, Billy Wilder—. En la excepción a este modelo de producciones tan cara a un periodo que denotaba una clara recesión a nivel de creatividad, se hallan algunas de sus composiciones más logradas, como la reseñada Inglaterra me hizo —una de sus películas favoritas— o Culpable sin rostro —en el papel de un teniente del ejército inglés acusado de violación por parte un tribunal militar en la India bajo protectorado británico—, que supuso su segunda colaboración con el director Michael Anderson tras la (frustrada) experiencia de convertir en un clásico de la sci-fi La fuga de logan. Alabada en su tiempo por tratarse de un ejercicio de anticipación, en la que se aprecia la descripción de un mundo antiutópico, La fuga de Logan sería presa, a los ojos de las nuevas generaciones de aficionados, de una estética desfasada —desde un vestuario en exceso kitsch hasta el empleo de una música preelectrónica elaborada por Jerry Goldsmith— que pronto acabarían reduciéndola al olvido, en paralelo al devenir profesional de Michael York, recluido en los últimos años a labores de narrador para distintas series de carácter documental o a intervenir puntualmente en cintas que evoquen, aunque sea con fines (auto)paródicos, aquel rostro semijuvenil tan solicitado en la década de los setenta. |