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Sin ningún parentesco con Elizabeth Taylor, Robert Taylor vivió, al igual que la actriz inglesa, su periodo de esplendor durante la década de los cincuenta y de los sesenta, en una buena proporción bajo contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer. Pero fundamentalmente la imagen de Robert Taylor se circunscribe a un modelo de propuestas cinematográficas auspiciadas por la Metro en los años cincuenta, por regla general, rodadas en CinemaScope y prestas a recrear epopeyas históricas ya bien sea situadas en la época medieval (Los caballeros del Rey Arturo e Ivanhoe, junto a Liz Taylor), o romana (Quo Vadis), así como ejercicios de pura evasión ubicados en parajes exóticos (Las aventuras de Quintín Durward, El valle de los Reyes, Todos los hermanos eran valientes). De ahí que los productores y directores de la compañía del «león» se decantaran por Robert Taylor, en detrimento de otros actores de su generación, para protagonizar esta serie de espectáculos cinematográficos, ya que ofrecía un perfil físico válido para dar vida a personajes como el aventurero Quintín Durward o el caballero Lancelot du Lac, en similar registro a sus aportaciones en el género bélico de talante patriótico --Stand By for the Action, Bataan, Ambush-- y al western --fundamentalmente títulos de la serie B como Billy the Kid, en el papel de William Billy Bonney, La puerta del diablo, Una vida por otra, Caravana de mujeres y The Last Hunt--. Aunque había sido una imposición de los directivos de la Metro, el director de este último film, Nicholas Ray, llegaría a convencerse de que Taylor había sido una buena elección para protagonizar al abogado tullido Thomas Farrell en Chicago, año 30. La notable performance de Robert Taylor en este título clave del cine negro de los fifties, que recrea el mundo de los bajos fondos y el asentamiento de numerosas bandas mafiosas cuyo epicentro deviene la ciudad de Chicago, hizo concebir esperanzas cara a un futuro inmediato. Empero, las expectativas se verían pronto frustradas en función de su recurrente asimilación al formato de aventuras (La casa de los Siete Halcones, Los asesinos del Kilimanjaro), del western (Más rápido que el viento, Pistolas en la frontera, Desafío en la ciudad muerta) y el bélico (Operación Cowboy, pálido intento de retomar el pulso melodramático con el trasfondo de la Segunda Guerra Mundial de títulos como El puente de Waterloo, que antaño había coprotagonizado el actor de Nebraska) pero con unos presupuestos limitados que auguraban la entrada de un periodo de recesión y/o decadencia de los mismos. No en vano, Robert Taylor, como tantos otros intérpretes con pasaporte norteamericano, contemplaría un refugio profesional en coproducciones europeas (Pampa salvaje, La esfinge de cristal, El rublo de dos caras) o cintas de terror (The Night Walker). Para esta producción a cargo de la compañía de William Castle se daría el reencuentro de Robert Taylor con su ex mujer, Barbara Stanwyck --su partenaire en La esposa de su hermano y La contraseña-- asimismo protagonista de Siempre hay un mañana (1956), cuya primera versión había servido de punto de partida para la intensa y prolífica singladura cinematográfica de Robert Taylor, icono masculino y sex-symbol por excelencia de la Metro durante los primeros años en los que se dirimía una feroz competencia en el terreno audiovisual con el advenimiento de la pequeña pantalla. |