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En una de las películas sonoras menos divulgadas y representativas de la fecunda carrera de John Ford, Pasaporte a la fama --cuyo rodaje estaba previsto que lo llevara a cabo Frank Capra--, Emmanuel Goldenberg, en arte Edward G. Robinson, representa dos personalidades a priori antagónicas, la de un honesto contable de un periódico (Arthur Ferguson) y la de un implacable asesino (Jones Manion). Individuos de comportamientos disímiles, pero que en realidad --según apunta el guión urdido por Jo Swerling-- tenían puntos de contacto. Los productores confiaron en que Edward G. Robinson otorgara credibilidad en este doble registro interpretativo, sabedores que el actor de origen rumano transmitía una cierta ambivalencia a través de su expresión facial, de su dicción y de su controlada gestualidad. En función de la tipología de personajes que debía representar en pantalla, Robinson ofrecía un perfil más sombrío y perverso, o bien más bondadoso y amistoso, pero sin que uno dictara la exclusión del otro, al menos en su totalidad. Por esta razón, Edward G. Robinson pudo atender a toda suerte de composiciones mayoritariamente dentro del cine negro, el género que deviene la espina dorsal de su andadura cinematográfica. Si bien la percepción del aficionado sea la de ubicar a Robinson dentro de registros de mafiosos o gángsters sin escrúpulos --iniciada a partir de su memorable encarnación del hammettiano personaje de Rico Bandello en La ley del hampa, a la que le sucederían, en una línea similar, los del ex rey del hampa Joe Krozac en El último gángster, de Johnny Sarto en Brother Orchid o de Johnny Rocco/Howard Brown en Cayo Largo-- sus performances como representante de la ley, ya bien sea en funciones de agente policial (Bullets or Ballots), federal (Confessions of a Nazi Spy, The Stranger) o juez (Yo soy la ley, En un aprieto) fueron incluso cuantitativamente mayores. En cualquier caso, Edward G. Robinson dotaba a sus personajes de una credibilidad y autenticidad encomiable hasta el punto que Fritz Lang le propuso en Perversidad adecuarse al perfil de un individuo de talante apacible, reflexivo y agradable que se transformaba en un criminal por mor de una relación amorosa que le lleva a las puertas de la locura. En realidad, Perversidad devino una variante de su papel del profesor Richard Wanley en La mujer del cuadro --cuya fascinación por las obras pictóricas remitían a su propia persona, considerado un excelso coleccionista de arte--, una de sus cumbres interpretativas concebida el mismo año que ofrecía un episódico papel en Perdición, en calidad de agente de seguros, acaso uno de los escasos registros que aún no había abordado dentro del arco de estereotipos del género noir. A menudo, su ubicación dentro del cine negro no obedecía a una voluntad por parte de Robinson de consolidarse como un icono, un estandarte --en similar disposición que Humphrey Bogart o James Cagney--, sino como moneda de cambio para poder frecuentar otra tipología de personajes adscritos a diversos géneros. En virtud de esta necesidad de adoptar otras líneas de interpretación, Edward G. Robinson tomaría el relevo a Paul Muni --quien por aquel entonces participaba en el montaje escénico de la obra de Maxwell Anderson Cayo Largo-- en su serie de biopics consagrados a inmortalizar figuras del relieve del científico Louis Pasteur o del escritor Emile Zola. Al igual que éste último, el doctor Paul Ehrlich, descubridor de un suero contra la sífilis, padeció los ataques de la comunidad antisemita de la época. A instancias de uno de los directores titulares de los biopics de la Metro, William Dieterle, Edward G. Robinson se enfrentaría a una de sus composiciones más complejas y arriesgadas, que merecieron el halago incluso de los familiares directos del propio Ehrlich por su perfecta lectura del comportamiento de un individuo dedicado a la investigación sobre todo en el tramo final de su vida. Pero una vez la Metro había evidenciado el paulatino desinterés del público por seguir viendo un serial de vidas ejemplares en la gran pantalla --en parte, porque la televisión empezaría a ofrecer monográficos consagrados a distintas personalidades históricas--, Edward G. Robinson seguiría preservando su estatus dentro de la serie negra a lo largo de los años cuarenta, abordando puntualmente el biopic --el periodista Julius Reuter en Dispatch from Reuters-- y atendiendo a la comedia desde una perspectiva autoparódica de sus personajes más relevantes y populares cara al gran público. Cumplimentados casi treinta años de experiencia delante de las cámaras, Edward G. Robinson conocería la ingratitud de un mundo, el de Hollywood, que le había proyectado como una de sus figuras señeras en el seno de uno de sus géneros más emblemáticos, pero que al mismo tiempo sentían un recelo hacia su enjuta persona al ser relacionado con presuntos filocomunistas con quienes había trabajado --el guionista Philip Yordan y el director Joseph L. Mankiewicz en Odio entre hermanos, Fritz Lang en el díptico La mujer del cuadro y Perversidad, etc.--. En aras a lavar su imagen frente a sus conciudadanos, Robinson declararía ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas denunciando a algunos de sus compañeros. La decisión adoptada por Robinson iría acompañada, como contraprestación tras un par de años de ostracismo, de una rehabilitación profesional. A partir de entonces, la imagen cinematográfica de Edward G. Robinson se iría deteriorando no tan sólo por su delicado estado de salud --en el curso del rodaje de Sammy, huida hacia el sur sufrió un ataque al corazón que obligó a utilizar dobles para concluir el mismo-- sino por la aceptación de algunos papeles --a modo de ejemplo, el del entrenador de béisbol de los Yankees de Nueva York en la ópera prima de Robert Aldrich The Big Leaguer, concebida a mayor gloria de un espíritu patriótico-- que dejaban un rastro de duda sobre una hasta la fecha probada intachable integridad profesional. Quizás consciente de haber aceptado el juego propuesto por los acólitos del senador McCarthy, Edward G. Robinson participaría en algunas producciones que distaban de un compromiso patriótico, ya bien sea desde la relectura histórica sobre la política de exterminio del pueblo indio llevada a término por el gobierno de los Estados Unidos --representado por él mismo en el papel del Secretario del Interior-- o bien por la integración en el reparto y en el equipo técnico de Cuatro confesiones de varios ex blacklisted (el director Martin Ritt, el actor Howard Da Silva, el operador James Wong Howe). Al igual que en este remake americano de Rashomon (1950), la singladura profesional y vital de Edward G. Robinson puede valorarse desde distintas versiones personales. El propio Robinson ofrecería la suya en su libro autobiográfico publicado a principios de los setenta, cuando abordaba la que sería su postrera aparición en el celuloide en Cuando el destino nos alcance que, en cierta medida anunciaría --a través de la secuencia de su plácido viaje por un mar de imágenes bucólicas proyectadas sobre una macropantalla al ritmo de los compases de Vivaldi y Tchaikovsky-- su inminente fallecimiento durante el estreno de esta película de ciencia-ficción protagonizada por Charlton Heston, asimismo su compañero de reparto en Los diez mandamientos. |