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Sin llegar a situarse entre los nombres de John Ford, Howard Hawks o Raoul Walsh, George Stevens mostró en sus cuarenta años de profesión un acercamiento al clasicismo que lo eleva a ocupar un lugar de honor entre los herederos directos de los pioneros del cine americano. Un clasicismo, empero, que se dio en su madurez y que marcaría dos épocas bien distintas en la filmografía de Stevens. Su primera etapa se revela como una prolongación de su adiestramiento en la factoría de Hal Roach, productor de los films de Stan Laurel y Oliver Hardy, una pareja de cómicos que, merced a su éxito, conocieron innumerables imitadores. Bert Wheeler y Robert Woolsey fueron algunos de estos imitadores, pero no alcanzaron, ni tan siquiera, la repercusión de Bud Abbott y Lou Costello. Dos y medio y La viuda negra supusieron sendos vehículos para el lucimiento del dúo cómico bajo la dirección de George Stevens. La ambición del director californiano se reducía en aquellos tiempos a someterse a la voluntad de sus protagonistas, como Katharine Hepburn (Sueños de juventud, Olivia) o Ginger Rogers (Ardid femenino) en el campo de la comedia romántica, o Fred Astaire y la pareja George Burns-Gracie Allen (Señorita en desgracia) en la comedia musical, con la salvedad de Annie Oakley, biografía en torno a una tiradora protagonizada por Barbara Stanwyck, que se emparenta en el matiz psicológico con la perversa Constance Cummings en El demonio de las armas (1949) de Joseph H. Lewis. Al final de los años treinta, Stevens varió el rumbo de su carrera con el firme convencimiento de producir sus propios films, escogiendo para tal propósito las aventuras colonialistas de Gunga Din, género que empezaba a crear escuela en Gran Bretaña, con títulos tan significativos como Las minas del rey Salomón (1937) de Robert Stevenson. Cary Grant protagonizó Gunga Din y posteriormente, El asunto del día, para George Stevens. Precisamente, el film que cerraba su excelente trayectoria, Apartamento para tres, resultó ser un remake de El amor llamó dos veces, comedia rodada por George Stevens durante la Segunda Guerra Mundial, meses antes de ingresar en el ejército americano en calidad de documentalista. Su estancia en Europa para filmar diferentes reportajes bélicos para el Signal Corps, produjo un cambio de registro en George Stevens, abandonando, a su regreso a los Estados Unidos, la comedia para dar cabida a temas que plantearan problemáticas sociales reales. La contribución más significativa de Stevens como documentalista -experiencia que compartió con John Ford, William Wyler, Anatole Litvak y John Ford, entre otros- fue el registro de imágenes en color del desembarco de Normandia, un documento de incalculable valor. Después del melodrama Nunca la olvidaré, Stevens acometió la realización de los films que mayor relieve le han otorgado a lo largo de su ejecutoria profesional. Un lugar en el sol, Raíces profundas y Gigante constituyen una especie de glosario sobre la América costumbrista, con un sentido trágico y a la vez romántico. Stevens contribuyó a la mítica tanto del western --Raíces profundas, en la que la escena del pequeño Brandon De Wilde alertando a Alan Ladd ("Shane") de la presencia del pistolero Jack Palance, pertenece a la antología del género-, como del melodrama social --Un lugar en el sol, una nueva versión de la obra de Theodore Dreiser llevada a la gran pantalla por Josef Von Sternberg en 1931- y uno de los primeros ejemplos de película-río Gigante --en la que resulta fundamental para su singular valoración la presencia de James Dean en su último papel. Esta trilogía dramática posee un regusto por el clasicismo que se observa en el tratamiento pictórico de las grandes llanuras americanas y por un subrayado musical a cargo de los compositores de la vieja escuela, como Alfred Newman, Victor Young o Franz Waxman. Sin duda, Stevens había tenido un cambio de actitud a la hora de afrontar proyectos a raíz de su presencia en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, y su interés por la obra teatral El diario de Ana Frank, nació del recuerdo perenne del rodaje de un documental sobre el campo de concentración de Dachau. Samuel Goldwyn quiso, en su momento, producir El diario de Ana Frank bajo la dirección de William Wyler, pero acabó siendo uno de los poyectos frustrados que más lamentó en los últimos años de su vida. El film es una pequeña muestra del pensamiento religioso, en este caso, de un grupo de judíos que sobrevivieron al holocausto. Stevens amplió su preocupación por las cuestiones de origen histórico-religioso con la confección de La historia más grande jamás contada, basada en el Nuevo Testamento. La magnitud y la ambición del proyecto no fue una garantía para su rentabilidad, ya que La historia más grande jamás contada se convirtió en un enorme fiasco. Stevens derivó poner fin a sus delirios de grandeza, concluyendo su carrera con El único juego de la ciudad, nuevamente con Elizabeth Taylor. América ya no representaba las grandes extensiones, los miles de acres de terreno para el ganado ni las calles enfangadas del viejo oeste. Representaba el monopolio del juego en la ciudad de Las Vegas. La evolución de su cine corre pareja a la de la sociedad que tantas veces describió este "romántico americano", tal y como Donald Richie lo define en su libro biográfico. |