|
|
En contadas ocasiones podríamos encontrar una personalidad cinematográfica que participe de conceptos artísticos tan dispares, inclusive antitéticos, como los que presenta la ejecutoria profesional de Mel Brooks. Pero sin duda la imagen de Brooks se asocia, para un amplio espectro de público, a la parodia, la comedia transgresora y el humor visual heredado de la larga tradición de ilustres gag men, que se remonta a los tiempos de los actores de las keystone cops del cine silente. Para quien había forjado parte de su educación en las salas de cine, degustando una ingente cantidad de producciones de la edad de oro de Hollywood, tan sólo la idea de entrar a formar parte de ese universo alimentaba las esperanzas futuras de Mel Brooks, consagrado en la búsqueda de un estilo de comicidad intransferible. Una labor que, tras casi un par de décadas sin obtener los resultados apetecibles, a la par que cumplimentaba los compromisos televisivos y teatrales que iba adquiriendo, tomaría la decisión de erigirse en el catalizador y garante de sus propios proyectos para la gran pantalla, asumiendo la cuádruple condición de director, guionista, productor e intéprete. No en vano, su experiencia profesional acumulada hasta entonces se reproduciría parcialmente en su ópera prima Los productores, cuyo alter ego Zero Mostel recrea un personaje obsesionado con que los tycons adquieran los derechos de su obra para ser representada sobre los escenarios de Broadway. En apenas un par de años, Brooks conocería de primera mano la dificultad por satisfacer las exigencias de los espectadores —del arrollador éxito en taquilla de Los productores con un presupuesto ajustado, al descalabro económico de El misterio de las doce sillas. A partir de entonces, Mel Brooks no abandonaría la línea de la comicidad, tomando como referente diversos títulos dentro de un mismo género o subgénero para elaborar una suerte de pastiche en clave paródica. Esta particular operación de transgresión de las claves genéricas —el western (Sillas de montar calientes), el terror (El jovencito Frankenstein), el suspense de filiación hitchcockiana (Máxima ansiedad) o la comedia enmarcada en el cine mudo (La última locura)— dejaría paso a la voluntad de Mel Brooks por reducir su particular discurso fílmico a la burda parodia y/u homenaje de éxitos más o menos recientes —La loca historia de las galaxias o Drácula: un muerto muy contento y feliz, respecto a la saga galáctica y al film dirigido por Francis Coppola, respectivamente— o títulos clásicos de revisión obligada —Las locas, locas aventuras de Robin Hood y ¡Qué asco de vida!, en referencia a la película protagonizada por Errol Flynn y a Los viajes de Sullivan (1941) de Preston Sturges—. Para contrarrestar esta sensación de banalidad que recorre el cine dirigido por Mel Brooks —con la excepción de su primer film, Los productores, y El jovencito Frankenstein, un compendio de las mejores virtudes del cine que trata de elaborar una parodia desde el conocimiento y la estima por un material con innumerables posibilidades tanto a nivel dramático como cómico—, su cometido como productor al frente de la Brooksfilm describe una trayectoria casi opuesta, apostando por la mesura, el equilibrio formal y conceptual, la sutileza en relación a unas historias que apelan al ser humano en primera instancia, desde una relación epistolar que se establece entre dos personas de mediana edad —encarnados por su esposa Anne Bancroft y Sir Anthony Hopkins en La carta final— hasta la dramática realidad vivida por un mutante (La mosca versión 1986) y un ser deforme (El hombre elefante), que transita por el mismo Londres victoriano en el que se desarrolla otra de sus alabadas producciones, El doctor y los diablos. Un balance, pues, que arroja «luces y sombras» en una singladura profesional que supera el medio siglo de pervivencia, aunque en los últimos años con un carácter más testimonial —en forma de cameos sonoros o físicos, y de breves apariciones— que real. |