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Para muchos productores y directores que trabajaron activamente en los años cincuenta y sesenta en el cine anglosajón, los suntuosos decorados que trataban de reproducir interiores de palacios o castillos europeos, no tenían mejor huésped que Reginald Carey Harrison o Rex Harrison. Era el periodo en el que su rostro había madurado lo suficiente para dar el tono y la edad adecuada para encarnar a un apuesto caballero, que seduce con su retórica, su mirada y sobre todo su innegable charm («encanto»). Este toque de distinción ya estaba presente en sus caracterizaciones de Sir Alfred de Carter en Unfaithfully Yours, del rey de Siam en Ana y el rey de Siam y en la representación espectral del marino Daniel Gregg en El fantasma y la Sra. Muir. Pero tan sólo resultaría el preámbulo de su asociación con un tipo de «comedia de salón» o con recreaciones históricas. Su paso por estas producciones deviene un selectivo itinerario por castillos españoles (El último chantaje), residencias eclesiásticas del siglo XVI (El tormento y el éxtasis, como el Papa Julio II), palacios venecianos del siglo XVII (Mujeres en Venecia) o deslumbrantes monumentos egipcios (Cleopatra). Para este último film, Joseph L. Mankiewicz reclutó nuevamente a un actor al que consideraba único en estos ambientes palaciegos, recargados de detalles decorativos y coloristas, para dar vida a Julio César —un papel destinado en un principio a Peter Finch—. El director norteamericano había conocido a Harrison en los años cuarenta, aún ligado a una producción británica de posguerra abonada a las tramas de espionaje (Escape, Night Train to Munich) o a las epopeyas bélicas (Los hombres no son dioses, The Silent Battle), generalmente, confinado a un cuarto o quinto lugar en el reparto. Su primera etapa vinculada a las productoras inglesas Gaumont o la London Films comprendía una relación de producciones rodadas en algunas semanas, que permitía a los actores como Harrison dedicarse a tiempo parcial al teatro. Así pues, se producía un contraste evidente con sus trabajos cinematográficos en la década de los sesenta. Eran macroproducciones que habían precisado un largo periodo de gestación, como Cleopatra, El extravagante doctor Dolittle y My Fair Lady –-una adaptación musical de la obra de George Bernard Shaw Pigmalión, que ya había representado sobre los escenarios en el papel del tutor Henry Higgins, con evidentes puntos de contacto con John Dolittle—. Este hecho hizo que Harrison permaneciera alejado de los escenarios por una temporada y tuviera que renunciar a un buen número de proyectos cinematográficos. A su regreso a Europa, Rex Harrison cumplimentó su cuarto film (Mujeres en Venecia) bajo las órdenes de Joseph L. Mankiewicz, en Italia. A través de una astuta fusión de obras de procedencias y estilos diversos, Mankiewicz trazó una historia que pivota sobre los deseos de un maduro aristócrata llamado Cecil Fox (Harrison) por establecer un pintoresco juego con sus tres ex esposas. Rex Harrison conocía perfectamente las debilidades y las sensaciones que experimentaba su personaje debido a su condición de divorciado por duplicado. Cuatro años después del estreno de Mujeres en Venecia, Harrison añadía un nuevo capítulo de separación conyugal al romper su relación con la actriz Rachel Roberts, que había intentado suicidarse ante la negativa de Mankiewicz a concederle un papel en este film inspirado en el Volpone de Ben Jonson. Finalmente, Roberts pondría fin a su vida en 1980, en un momento en el que Harrison sumaba su enésimo fracaso en taquilla con el estreno de Ébano, pero sin la repercusión (negativa) que en su día habían tenido Cleopatra y El extravagante doctor Dolittle.
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