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Existe una cierta unanimidad en la industria cinematográfica americana y entre la crítica especializada en calificar a Gene Hackman como uno de los mayores actores del cine contemporáneo, e incluso algún actor como Warren Beatty se expresan al respecto, en términos absolutos. Precisamente, Beatty le adjudicó su primer papel de entidad en Bonnie y Clyde, el del hermano mayor del legendario Clyde Barrow, que representó su primera nominación al Oscar, después de la experiencia de haber trabajado con él en Lilith. Años más tarde, volverían a reencontrarse en los platós con Rojos, cuando Hackman ya había accedido al estatus de privilegio y respeto del que sigue gozando en la actualidad, y que debe su descubrimiento, en buena lid, al polifacético Beatty. Durante el período que separa Bonnie y Clyde de Rojos, el actor californiano abordó todo tipo de papeles, pero se vio involucrado en numerosas producciones como catalizador de historias de intriga policial, merced al descomunal éxito de Contra el imperio de la droga. Si bien Bonnie y Clyde le situó entre los actores secundarios más prometedores de su generación, su composición del expeditivo y violento agente Jimmy Popeye Doyle en el film de William Friedkin, le proyectó a escala internacional. A partir de recibir su primer Oscar por Contra el imperio de la droga, Hackman fue reclamado para abordar thrillers como Carne viva, La noche se mueve, French Connection II, De presidio a primera página, y ya en los años ochenta, Agente doble en Berlín, No hay salida, Testigo accidental y A la caza del lobo rojo, entre otros. Prácticamente la totalidad de los directores con los que ha trabajado Hackman, han buscado en él, en especial en el terreno del thriller, la credibilidad y la dignidad que debe sustentar un personaje de este tipo, abocado a situaciones límite, sin caer en la vulgaridad y el estereotipo. Quizás este perfil proviene de la naturalidad con la que concibe sus personajes, lejos de la minuciosidad de un metódico al estilo de Dustin Hoffman. De esta forma, Hackman se asemeja a la expresividad interpretativa de un Henry Fonda, pero sin las veleidades de productor del ya desaparecido actor, que le permitieron un mayor control sobre su dilatada carrera. Hackman tan sólo se ha valido de su instinto, intuición y una confianza ilimitada en la capacidad de los mejores directores americanos de los últimos decenios, una relación que se encuentra, con alguna excepción, en la filmografía del californiano. No obstante, Arthur Penn, uno de los realizadores que junto a John Frankenheimer, Michael Ritchie, Tony Scott, Clint Eastwood y Jerry Schatzberg , entre otros, ha recurrido en más de una ocasión a Hackman, lamenta la escasa afiliación de Hackman a las comedias, pese a dar constancia en el papel de ermitaño ciego en El jovencito Frankenstein y, posteriormente, en Postales desde el filo, Espías sin fronteras y Las seductoras, en el papel de un excéntrico millonario. Mínimo bagaje, pues, de Hackman en este campo, consagrándose a papeles dramáticos —incluso al servicio de directores de claro recorrido cómico, como Woody Allen, en Otra mujer— que contempla a raíz de la obtención de su segundo Oscar por Sin perdón un renovado muestrario de sus posibilidades dentro del western contemporáneo, de la que parece una figura imprescindible a la hora de confeccionar los repartos de films que intentan reavivar un género en permanente peligro de extinción (Rápida y mortal, Wyatt Earp, Gerónimo, una leyenda americana). La sesentena películas que avalan la carrera de Hackman lo sitúan como un claro exponente de actor de carácter que ha sabido simultanear con papeles protagonistas de forma gradual, consiguiendo el reconocimiento y la admiración en ambas facetas. Un hecho, ciertamente singular.
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