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En contadas ocasiones una actriz ha mantenido a lo largo de su vida una relación sentimental y/o profesional con una nómina de personalidades artísticas tan extensa y de incuestionable calidad en sus diferentes campos como Mia Farrow. Avatares y servidumbres de una profesión que había conocido desde temprana edad merced a que sus progenitores, Maureen O’Sullivan –la popular Jane, compañera de Tarzán (Johnny Weismuller)— y el director John Farrow, la habían criado –junto a sus otros cuatro hermanos— a caballo entre los sets de rodaje y su residencia de California. Precisamente, el que sería el postrero film de este veterano y eficaz realizador de origen australiano, El capitán Jones, procuraría el debut cinematográfico de Mia y de una de sus hermanas, Prudence Farrow. Pronto, Mia Farrow empezaría a sentir la necesidad de seguir los pasos de su madre, protagonizando con tan sólo diecinueve años la serie televisiva Peyton Place (1964-1966), concebida sobre la base del éxito suscitado en la gran pantalla con Vidas borrascosas (1957) y Regreso a Peyton Place (1961). En estas producciones de la Fox, Hope Lange y Carol Lynley asumían, respectivamente, el papel de Allison MacKenzie, que retomaría años más tarde Mia Farrow en una serie cuya popularidad la llevaría a las puertas de uno de los títulos más mimados por los directivos de la Paramount y esperados por el público en general: la adaptación al celuloide del bestseller de Ira Levin, La semilla del diablo. Un par de años antes, Mia Farrow había asistido a una audición para acceder a interpretar Sonrisas y lágrimas (1965), pero su director Robert Wise no tuvo dudas de que Julie Andrews era la mejor candidata, sobre todo por sus cualidades vocales. Aunque en La semilla del diablo, Mia Farrow se avino a grabar su voz para el leit motiv musical de la película que aparece en los títulos de crédito, su contratación se debió a la necesidad de Roman Polanski –a instancias de uno de los máximos responsables de la Paramount, Robert Evans— por dar con el rostro y el físico adecuado para Rosemary, su heroína cinematográfica. Aunque Mia Farrow distaba del personaje femenino ideado por Levin, las dudas se disiparon a partir de la fecha del estreno de La semilla del diablo, un título precursor dentro del género de terror psicológico, que propiciaría numerosas variantes o, en su defecto, plagios encubiertos. La actriz californiana se vería envuelta en esta vorágine de producciones europeas surgidas a la estela del éxito de la película dirigida por Roman Polanski, probablemente también condicionada en su caso por sus intermitentes viajes a Inglaterra con motivo de la relación sentimental que mantenía por aquel entonces con Peter Sellers, tras su fiasco matrimonial con Frank Sinatra. Fechadas en Inglaterra, al igual que John y Mary --un baldío intento por emparejar a dos jóvenes actores en auge, Mia Farrow y Dustin Hoffman (El graduado) en una historia de tintes románticos--, Ceremonia secreta, Terror ciego --incluso con idéntico corte de pelo, obra de Vidal Sazón, exhibido en el film de Polanski-- y El círculo de la muerte sería la consecuencia lógica a una carrera que había obtenido un primer punto de inflexión con Rosemary’s Baby. Pero Mia Farrow estaba lejos de ser el estereotipo de una estrella hollywoodiense, aunque sus actuaciones en contra de la presencia militar de los Estados Unidos en Vietnam o a favor del retorno de los territorios al pueblo indio podrían invitar a pensar que aprovechaba su popularidad en este sentido, en la línea adoptada por Jane Fonda, en aquel periodo de convulsión social y política. A diferencia de Fonda, Farrow prescindiría de participar en producciones de claras tendencias reivindicativas sobre distintos temas sociales candentes, y por consiguiente, seguiría forjándose cara al espectador una imagen de personalidad frágil, voluble, acaso reprimida sentimentalmente, que ya había representado en Peyton Place. El mejor marco para este modelo interpretativo sería las adaptaciones de época, como El gran Gatsby --una parcialmente fallida adaptación de la novela homónima de F. Scott Fitzgerald--, en la que compartía protagonismo con Robert Redford, el que había sido la primera elección masculina para La semilla del diablo. En similar línea de dama de la alta sociedad de principios del siglo XX se situaría su composición de Jacqueline De Bellefort en Muerte en El Nilo, pero dentro de una historia más coral –al estilo de las producciones de Robert Altman, en cuyo film Un día de boda Mia Farrow asimismo intervino--.
A partir de entonces, y por espacio de una década, los años ochenta, la mayor de los hermanos Farrow participaría en la totalidad de las películas rodadas durante este periodo por el que fuera su pareja sentimental Woody Allen. No había sido precisamente la trayectoria cinematográfica llevada a cabo por Farrow hasta la fecha la que motivó que Allen confiara en ella para transformarla en su musa particular y, en puntuales ocasiones, su alter ego femenino (La rosa púrpura de El Cairo, Hannah y sus hermanas, Dñias de radio), sino más bien su andadura escénica al servicio de obras de Henrik Ibsen (Casa de muñecas), Anton Chejov (La gaviota, Las tres hermanas) y William Shakespeare (El sueño de una noche de verano). No en vano, en su primera aparición conjunta en la gran pantalla, Woody Allen fusionó elementos de una de las obras de Shakespeare más populares con un particular tributo a diversos personajes inherentes al universo de Chejov para La comedia sexual de una noche de verano. De la fecunda relación profesional que mantuvieron ambos a lo largo de diez años, Woody Allen a menudo optaba por ceder el protagonismo a Mia Farrow con el fin de observar y estudiar un personaje femenino que, como apuntábamos, podía interpretarse como su versión femenina. Los personajes de Cecilia en La rosa púrpura de El Cairo--en cuyo reparto aparece su hermana Stephanie--, de Sally White en Días de radio, de Hannah en Hannah y sus hermanas, de Lane en September, de Alice en el film homónimo y de Hope en Otra mujer, abundan en esta necesidad de explicar las obsesiones, filias y temores de Woody Allen a través de la propia Mia Farrow. El grueso, pues, de una serie de composiciones que tuvo su punto final con Maridos y mujeres, rodada en pleno periodo de crisis entre la popular pareja estadounidense y que, en cierta manera, reflejaba ciertos aspectos de las circunstancias personales que desencadenarían en una ruptura definitiva con escándalo incluido al optar Woody Allen por casarse años más tarde con la que había sido su hija adoptiva Soon-Yi. A modo de terapia, Mia Farrow trataría de cerrar un capítulo tan doloroso en el plano sentimental –sobre todo en su último periodo de convivencia con Allen— como fructífero en el terreno profesional, a través de la escritura de una obra autobiográfica que, salvo una hipotética futura reedición, no incluye las reflexiones en torno a sus últimas producciones para el celuloide y la pequeña pantalla. A excepción de su recreación de Miss O’Hare en El pico de las viudas --una ingeniosa trama localizada en Irlanda narrada en clave de comedia y con una clara vocación de reivindicación de la mujer— y de su participación en Miami --cuya estructura narrativa y la interrelación de personajes en plena crisis existencial remite sobremanera al autor de Manhattan--, Mia Farrow se ha mantenido al margen del medio cinematográfico en los últimos años. Mientras tanto, Woody Allen ha sabido sobreponerse a las adversidades personales, ya desde el primer film de su nueva etapa, Misterioso asesinato en Manhattan, cuyo punto de arranque se inspira voluntariamente en el prólogo de La semilla del diablo, uno de los títulos clave para una actriz que se ha distinguido por una actitud de una cierta inseguridad para con el medio que había conocido desde su infancia, a imagen y semejanza de buena parte de los papeles que reprodujo en la gran pantalla.
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