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desde pequeño evidencia su inadaptabilidad a la escuela, dejando tras de sí más de una docena de centros docentes donde no logró acabar los cursos impartidos; una vez abandonada su actividad escolar se dedica a emplearse temporalmente en cualquier cometido, desde conductor de taxi hasta empleado de hotel o de un club de striptease; durante su periodo militar en la Royal Army, donde cumple labores en el cuerpo de enfermería, viaja por diversos países del sur de Asia, como Hong-Kong y Malasia; a su regreso a Inglaterra, su tío el realizador y productor Carol Reed le aconseja el ingreso en la Royal Academy of Dramatic Arts (RADA) si su deseo de convertirse en un actor de comedia es firme; antes de acceder a papeles con diálogo en el cine trabaja como extra en diversas producciones (1955-1958). |
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En el curso del rodaje de Gladiator, presidido por una notable expectación debido a que significaba el retorno al «cine de romanos» que había experimentado su etapa de esplendor en los años cincuenta y principio de los sesenta, se notificaba el fallecimiento de Oliver Reed, uno de los intérpretes más veteranos de un extenso reparto encabezado por Russell Crowe. Su director, Sir Ridley Scott, amén de las habituales muestras de condolencia y pesar, en contra de lo que podría esperarse de un cineasta tan poco dado a los elogios para con sus compañeros de profesión, quiso tributar un pequeño homenaje —extensible en los créditos finales de la película una vez terminada— al considerarse un seguidor y un admirador de la trayectoria profesional de Oliver Reed desde hacía mucho tiempo. Quizás Ridley Scott, nacido tan sólo unos meses más tarde que el finado actor londinense, tuvo más presente en el recuerdo aquella «década prodigiosa» a todos los niveles artísticos en Gran Bretaña donde empezaba a sonar con fuerza el nombre de Oliver Reed, que un periodo reciente donde evidenciaba un franco declive profesional, en consonancia con un estado físico deteriorado por su condición de alcohólico crónico. Actor dotado de un físico muy peculiar —ojos saltones que acusaban una mirada penetrante, rostro ovalado, patillas prominentes, media melena— que bien podía encajar dentro de la serie de películas de terror que se estilaban por aquel entonces bajo bandera de la prestigiosa Hammer —con un especial mención como licántropo en The Curse of the Werewolf y un doble papel en Las dos caras del doctor Jekyll, ambas dirigidas por Terence Fisher, pero sin desdeñar su participación en Estos son los condenados, como el líder de una banda de teddy boys— o en las denominadas hold ups («películas de atracos perfectos») con certificado de origen británico al estilo Objetivo: banco de Inglaterra o Atraco a la inglesa. Precisamente, este último film inauguraría una fructífera colaboración entre el realizador Michael Winner y Oliver Reed, que además comprendía la cinta dramática (Georgina, en uno de sus papeles más comedidos y reflexivos de su vasta trayectoria) o de comedia de aventuras (El último obstáculo). Pero las directrices que tomaría su andadura profesional a partir de finales de los sesenta —ya apuntadas, en cierta medida, por su composición en Estos son los condenados— lo situarían en producciones que abogaban por la violencia como elemento galvanizador de la historia planteada, a menudo aderezada por una explícita carga erótica (El club de los asesinos, Caza implacable, Los diablos, Population Zero, Revolver), que inclusive abrazaría el género musical en su variante más moderna (Tommy, como figura paterna del protagonista de la función de esta desmadrada ópera-rock) y asimismo en la clásica (Oliver), aunque en este caso tan sólo se circunscribe al personaje del ladrón y pendenciero dickensiano Will Sikes. En función de haber trabajado con la plana mayor de los directores con un insobornable espíritu renovador y dinamizador del cine británico de la época, a modo de relevo de los angry young men (los «jóvenes airados» del free cinema) —léase Ken Russell, Richard Lester, Nicolas Roeg y Peter Collinson, entre otros—, Oliver Reed merecería la etiqueta de actor «difícil», inclasificable y sus desvaríos con la bebiba hicieron «célebres» algunos rodajes. A medida que su edad dejaba para el recuerdo esa imagen juvenil, provista de una exultante energía y dinamismo, que había cautivado en los sixties, Oliver Reed asumía una cierta dignidad interpretativa al dar vida a personajes históricos o surgidos de figuras insignes de la literatura universal —Athos en Los tres mosqueteros y sus continuaciones Los cuatro mosqueteros y El retorno de los mosqueteros; el coronel Bismarck en The Royal Flash; Robinson Crusoe en la versión dirigida por Roeg— en medio de producciones de una mediocridad absoluta, que apunto estuvieron de oscurecer una línea de actuación, cuanto menos, que invita al debate y a la réplica. Aspectos a tener presente para quien en su día, tras emplearse en oficios de todo tipo, decidió seguir los consejos de su tío Sir Carol Reed, quien años más tarde le confiaría un papel en la multipremiada producción musical en torno al otro famoso Oliver made in Britain, de apellido Twist.
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