|
|
No escapa a nadie que Kurt Russell representa un modelo de actor vinculado al género de acción y al fantástico, condicionado por un físico atlético que, a diferencia de algunos de sus coetáneos, en franco declive, merced a un extraño pacto con el «diablo» —que a su vez afecta a su compañera sentimental desde mediados los ochenta, Goldie Hawn— ha sabido sobrellevar con enorme dignidad una vez cumplimentados los cincuenta años. Para muchos, la celebración del medio siglo de existencia podría equivaler al ecuador de una singladura cinematográfica, pero en el caso de Russell su vinculación al medio se remonta casi a sus inicios biológicos, a sus años de adolescencia, al servicio de comedias infantiles auspiciadas por la Disney a través del avispado personaje de Dexter Riley en Mi cerebro es electrónico, y que tendría continuidad en Te veo y no te veo y The Strongest Man in the World. Vencida esta etapa que a todas luces se ha relevado prosaica, sin apenas muestras de algún título que mereciera una atención especial inclusive para las antologías referidas a la historia de la Disney, por regla general muy por debajo de los logros alcanzados en sus producciones de animación, Kurt Russell experimentó un lógico proceso de reajuste o reubicación en la pequeña pantalla. En principio, el papel de Elvis Presley que Russell debía representar en un biopic rodado para la televisión parecía destinado a pasar desapercibido en función de la vorágine de homenajes, tributos y recuerdos que se hacían al cantante-actor fallecido por aquellas fechas. Pero la lectura positiva para Russell, sabedor de la fama efímera que le reportaría, fue su primera toma de contacto con John Carpenter, con quien iniciaría una larga etapa en paralelo en el celuloide, a través de una serie de producciones con vocación de serie B, que reflejan una similar predisposición por «retroalimentarse» del cine fantástico de los años cincuenta que habían «devorado» durante sus respectivas infancias y adolescencias. Algunos de los personajes ideados por Carpenter y «corporizados» por Kurt Russell se perfilaban a partir de sus originales provenientes del cómic o de la literatura —Jack Burton en Golpe en la pequeña China, y J. MacReady, el jefe de una expedición científica en el Ártico, en La cosa, adaptación de un relato de Bill Lancaster que había dado lugar a El enigma de otro mundo (1951)—, pero por otra parte eran fruto de unos personajes creados ex profeso, pensando en el actor de Wisconsin como su único morador posible —1997: rescate en Nueva York y su secuela 2020: rescate en Los Angeles—. Por contra de lo que podría derivarse de esta fructífera colaboración que, en el caso de Russell, le ha reportado rango de actor de «culto», de icono cara a los aficionados al fantastique y devotos del cine de Carpenter en particular —en especial, merced a su imagen «revolucionaria» y «salvaje» del serpiente Pielssen, cuyo rostro lo atraviesa un ostentoso parche y una profunda cicatriz—, su presencia dentro del género se ha reducido a la mínima expresión (Stargate). No en vano, Kurt Russell se ha procurado una mayor longevidad en el campo del cine de acción en sus diferentes acepciones (Tango y Cash, Llamaradas, Tombstone, en el papel de Wyatt Earp, Decisión ejecutiva, Breakdown, Soldier), que se han situado con una mayor aceptación de público que sus incursiones en la comedia, a menudo respaldadas por la presencia de su actual pareja Goldie Hawn (Swing Shift, Un mar de líos). A expensas de un futuro reencuentro entre Carpenter y Russell —improbable, a tenor de la necesidad del primero de buscar en George Correface (Fantasmas de Marte) y James Woods (Vampiros) el prototipo de (anti)héroe que él había incorporado a lo largo de dieciséis años—, este veterano actor de largos cabellos y mirada limpia espacia cada vez más sus apariciones en la gran pantalla, con una voluntad selectiva que no le permite, empero, rechazar composiciones como la del sargento Todd en Soldier para seguir preservando su estatus en el thriller de acción, o la de Michael Zane en Los reyes del crimen, en su retorno a la mitomanía surgida en torno al «rey del rock», a quien había dado vida en su composición de Elvis Presley para la pequeña pantalla, en un periodo clave para el que sería su devenir profesional.
|